sábado, 21 de febrero de 2009

Los cómplices



Por: Juan Gabriel Vásquez

AHORA QUE EL GOBIERNO ARGENtino ha anunciado la orden de expulsión de Richard Williamson, me ha impresionado de nuevo el extremo al que tienen que llegar las cosas para que nuestros gobiernos civiles se enfrenten a la Iglesia.
Williamson, por si alguien no lo recuerda, es uno de esos lefebvristas que van predicando por ahí que las cámaras de gas no existieron y que Hitler no exterminó a seis millones de judíos, sino sólo a 300.000. “No hubo un solo judío que muriera en cámaras de gas”, dijo. “Son todo mentiras, mentiras, mentiras”. En Buenos Aires, la segunda capital del mundo con más judíos, esas cosas caen mal, básicamente porque muchos tienen en su pasado familiar un testimonio de eso que para el obispo no está probado.

El obispo Williamson ha dicho que está dispuesto a analizar las pruebas que le presentarán sobre el Holocausto judío. Es el mundo al revés: el obispo conoce seguramente las memorias de Primo Levi, de Jean Améry, de Simon Wiesenthal, pero ahora son las víctimas de las cámaras de gas (o más bien sus representantes: las víctimas murieron en las cámaras inexistentes) quienes deben acercarse humildemente al señor obispo para que él les crea. Jean Améry recuerda en sus memorias las conversaciones que había entre los prisioneros: “Se discutía acerca del tiempo necesario para que el veneno de las cámaras de gas produjera su efecto”. En las suyas, Primo Levi recuerda al italiano Alberto D., cuyo padre fue incluido en la “gran selección de octubre de 1944” para las cámaras de gas. Se habrán puesto de acuerdo para inventar.

Williamson me recuerda a aquel Louis Darquier, responsable de la deportación de 700.000 judíos de Francia, cuyas contradicciones son tan ridículas que uno tiene la tentación de descalificarlo como mero payaso. Solía decir Darquier que las cámaras de gas sólo servían para matar piojos, y además fueron construidas con intenciones propagandísticas después de la guerra. Es decir: no sólo no existieron, sino que servían para una cosa inofensiva. Dice Williamson: “No hubo cámaras de gas”. Y enseguida dice que un constructor de cámaras de gas visitó en los años 80 los restos de los campos de concentración, y que según su análisis es imposible que esas cámaras de gas fueran usadas para matar gente. Es decir: no sólo no existieron, sino que además no servían para lo que se dice que servían.

Y éste es el hombre al que el papa Ratzinger ha abierto los brazos. Luego, claro, vinieron los aspavientos de Ratzinger para condenar el Holocausto (a estas horas, que el Vaticano tenga que condenar el Holocausto para que se sepa de qué lado está debería ser más bien preocupante). Pero el obispo no se retractó de nada, ni Ratzinger parece demasiado dispuesto a exigir. Y así siguen los negacionistas: impunes, intocables. En Los hundidos y los salvados, Primo Levi recuerda un libro de Simon Wiesenthal, Los asesinos están entre nosotros, en que se cuenta cómo los soldados de las SS se divertían diciendo a los prisioneros: “Ninguno de vosotros quedará para contarlo, pero incluso si alguno lograra escapar, el mundo no le creería… La gente dirá que los hechos que contáis son demasiado monstruosos para ser creídos… La historia de los Lager, seremos nosotros quienes la escriban”.

No contaban, apuesto yo, con la colaboración de la Iglesia.


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