miércoles, 29 de enero de 2014

No hay embrujo que no termine

Uribe se desdibuja sin remedio porque el medio ambiente que lo creó está cambiando. Su propia campaña está demostrando que su discurso de diminutivos y de consignas incendiarias ya no cala


El Innombrable se derrumba en su discurso sectario guerrerista que ya no cala entre los colombianos/radiomacondo.com
Hubo un tiempo en el que la figura de Álvaro Uribe era portentosa. Posaba de salvador de la patria, de ser el único capaz de conducir un país anegado en la violencia y la corrupción. Durante los ocho años de su gobierno estuvo cuestionado por un sector influyente pero minoritario del país, al tiempo que era adorado ciegamente por las mayorías. Algunas ONG dijeron que se trataba de un embrujo autoritario, a falta de una explicación plausible sobre el fenómeno de masas en que se convirtió el entonces presidente.
Uribe terminó su mandato en la cúspide de la popularidad, con la manifiesta amargura de no haber podido seguir indefinidamente en el Gobierno y con la descabellada creencia de que su sucesor le dejaría manejar los hilos del país, tras bambalinas. Y aunque tuvo la oportunidad de convertirse en el ideólogo de una derecha robusta, dedicarse a construir un partido fuerte, o a pulir los farragosos tomos que recogen su “pensamiento”, le dio por volver al barro de la política, de la manzanilla, como candidato al Senado, bajo las cábalas de que arrasará en el Congreso.  Eso habrá que verlo.
En menos de una semana, Uribe ha tenido que enfrentar tres manifestaciones de sectores del “pueblo” que ya no le creen. La primera, el sábado 17 de enero, cuando por casualidad se encontró en la plaza Bolívar de Tunja con los miembros de Dignidad Papera y se enzarzó en una discusión de la que salió bastante mal librado. El video de su abucheada produce cierta lástima por el expresidente (Ver aquí el video).
Que en mi gobierno hubo distritos de riego para Boyacá, les dice Uribe, y ellos ripostan que sólo para beneficio de los ricos; que mi gobierno no era corrupto, y le encaran los ministros que terminaron en la cárcel; que yo ayudé como nadie a los campesinos, y ellos le reclaman por un leonino TLC que los tiene en la ruina. Uribe les reclama, quién creyera, un mejor tono para discutir. Al final, los campesinos le gritan “fuera, fuera” y Uribe da la espalda y se va.
Tres días después, un grupo de madres y jóvenes indignados se plantaron frente a la tarima donde Uribe daría un discurso en Soacha, Cundinamarca. No olvidan los falsos positivos que se dieron en el gobierno Uribe. No olvidan el conteo de cuerpos que se impuso durante su mandato, para inflar las cifras de la guerra. Ni olvidan que Uribe y sus más cercanos colaboradores consideran una “guerra jurídica” el intento de hacer justicia por estos crímenes. La imagen de Uribe, arrinconado tras los escudos policiales, enjaulado en su círculo de seguridad para evitar un ataque con tomates, es sencillamente trágica.
El tercer incidente ocurrió en Palmira, Valle, donde un grupo de estudiantes de la Universidad Nacional intentó recibir su discurso con huevos, pero el bochorno se evitó a tiempo.
Uribe se desdibuja sin remedio porque el medio ambiente que lo creó está cambiando. Su propia campaña está demostrando que su discurso de diminutivos y de consignas incendiarias ya no cala. De manera burda, tuvo que abrazar las banderas de una paz en la que no cree. Que quiere la paz sin impunidad, dice el jefe del gobierno donde se fraguó un complot contra la justicia. Que quiere la paz sin soldados muertos, lo cual es de Perogrullo. Y ahora se sienta a hablar de paz nada más y nada menos que con Andrés Pastrana. El “caguanero” mayor, como diría José Obdulio Gaviria.
Durante los gobiernos de Uribe era difícil explicarse como un presidente que era antipobre, antimoderno y antidemocrático era tan popular. ¿Sería su estilo campechano? ¿Su talento propagandístico? ¿El miedo que infundía? ¿O simple embrujo? En todo caso, su campaña al Senado se ha convertido en la “contra”. Parce que el hechizo se está rompiendo.
Coletilla: ¿Cree el secretariado de las FARC que un reproche a sus hombres por la bomba de Pradera, Valle, es suficiente? Ese tipo de “errores” demuestra que se requiere un cese de hostilidades permanente y el abandono de las armas no convencionales.
Por: Marta Ruiz/Semana

martes, 7 de enero de 2014

Marina Ginestà, la joven y desafiante miliciana del fusil

A la protagonista de la icónica fotografía de Hans Gutmann, que firmaba como Juan Guzmán, le prestaron el arma para la ocasión

Marina Ginestà, en la famosa fotografía tomada en 1936 en la azotea del hotel Colón, en Barcelona. /Juan Guzmán/elpais.com
Hay fotos que nacen tocadas por la fortuna, listas para convertirse en iconos de una época, de un momento histórico. El destino quiso que una de ellas fuera la de la joven y guapa miliciana que a inicios de la Guerra Civil, con un rifle a la espalda, despeinada, lanza una mirada alegre y desafiante en una azotea desde la que se atalaya el centro de Barcelona. La chica, que simboliza magníficamente la épica revolucionaria proletaria y la firme resolución y las esperanzas del pueblo en armas, era Marina Ginestà, que falleció ayer en París, donde residía, a los 94 años.
La foto fue tomada por el fotógrafo alemán Hans Gutmann (1911-1982), conocido como Juan Guzmán, en el terrado del viejo hotel Colón en la plaza de Catalunya —un edificio que luego ocupó Banesto y que en la actualidad alberga la tienda de Apple—. Durante la Guerra Civil, el hotel se convirtió en sede central del Partit Socialista Unificat de Catalunya (PSUC), que colocó en la fachada proclamas y retratos de Lenin y Stalin. Fue uno de los escenarios de los enfrentamientos en 1937 entre los comunistas y el Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM), cuando los terrados de la zona dieron mucho de sí, balísticamente hablando: los miembros del POUM, entre ellos George Orwell, tiraban desde lo alto del teatro Poliorama, ocupado por la CNT-FAI, mientras que por el agujero de la “O” del letrero del hotel Colón asomaba el cañón de una ametralladora, que barría la plaza con su fuego...
Cuando Gutmann retrató a la jovencita Ginestà, que contaba 17 años y era miembro de las Juventudes Socialistas Unificadas, aquella desunión fratricida aún no había llegado. Era el 21 de julio de 1936 y la mirada de la chica refleja toda la confianza republicana tras el aplastamiento de la sublevación en Barcelona. Tiempo de lucha y de sueños.
Decía que la revolución y Hollywood
influían en aquella mirada
La foto tiene una historia curiosa detrás. Permaneció en el archivo de Efe hasta que en 2002 salió a la luz. Solo en 2006, gracias al empeño de un documentalista de la agencia por descubrir la identidad de la joven de la imagen, Julio García Bilbao, tuvo Marina Ginestà conocimiento de la existencia de la foto, que llevaba tiempo circulando y ha sido incluso portada de un libro y cartel de una exposición en Alemania.
Con 89 años, residente en París, la modelo de aquel viejo retrato recordó en una entrevista con TVE las circunstancias en que se tomó la foto. Explicó que los clientes del hotel, la mayoría extranjeros, se habían marchado y que los ocupantes estuvieron allí “viviendo de una manera burguesa” unos días hasta que se acabaron las provisiones. Le dijeron que subiera con el fotógrafo a la terraza y le prestaron el fusil, advirtiéndole que lo tenía que devolver al acabar la sesión. “A los 17 años no estaba en condición de hacer la guerra”, señaló en la entrevista. De aquella mirada cautivadora y desafiante de la foto consideraba que estaba influida por la mística revolucionaria y el cine que había visto, y citaba a Gary Cooper y a la Garbo.
La antigua militante no supo que
existía la foto hasta los 89 años
Marina Ginestà había nacido en Toulouse el 29 de enero de 1919. De familia obrera y muy comprometida políticamente —el padre fue secretario del comité de enlace CNT-UGT de Cataluña y la madre, Empar Coloma, activa miembro de la Agrupación Femenina de Propaganda Cooperativista—, la chica estuvo implicada, antes de la foto, en las Olimpiadas Populares, y después ejerció de periodista y de traductora del corresponsal de Pravda Mijaíl Koltsov durante la entrevista que este mantuvo en Bujaraloz con Durruti —junto al que apareció retratada en una foto— en agosto de 1936. Después trabajó en la retaguardia republicana. Con la derrota pasó a Francia y con la ocupación nazi marchó a México. Finalmente, se instaló en París, donde vivía desde hace 40 años. Decía que su peor recuerdo de la guerra era la visita a un hospital barcelonés para identificar cadáveres. Y de aquella imagen de la azotea recordaba la euforia del momento. “Es una buena foto”, sostenía, con una sonrisa en la que parecía regresar aquella joven que confiaba en que pronto fusilarían a Franco...

domingo, 5 de enero de 2014

Juan Manuel Santos, el fin de la independencia de Semana

Días antes de que Juan Manuel Santos se posesionara como presidente en el 2010 se veía un grafiti en una pared de Bogotá que decía se va el mayordomo, llega el dueño de la finca

 
Juan Manuel Santos Calderón. Presidente de Colombia/wikipedia/kienyke.com
La forma más apropiada para entender la política en Colombia, el séptimo país más desigual del mundo, es ver la manera como nuestros líderes entienden sus fincas. Mientras que Álvaro Uribe es el jinete que dirige el arreo de ganado desde su purasangre, Santos tiene una casa con piscina y pantallas plasma que colinda con las mansiones de sus amigos burgueses. Son dos tipos de élites distintas. Dos formas diferentes de entender lo rural. Y el mundo. Pero la segunda, la que ve su finca como un lugar de reposo y no como el origen del trabajo y la vida en sí, es la que manejó al país durante las décadas que antecedieron a Uribe.
Esa disyuntiva de élites es el contexto que quiero usar en esta columna para explicar por qué para Semana ser independiente del gobierno de Santos es como entrar al Gun Club sin corbata. Por qué desde que Juan Manuel llegó al poder, la revista no es el veedor del poder que fue durante el polémico gobierno de Uribe.
El pasado de Semana, propiedad del periodista Felipe López, está estrechamente ligado al de Santos, no solo en términos políticos e históricos, sino culturales y territoriales. Los vínculos entre las dos familias se remontan, por lo menos, a la República Liberal de los treinta y cuarenta. Felipe y Juan Manuel son amigos de infancia. Sus familias recibieron los terrenos de sus fincas del exalcalde de Anapoima Julio César Sánchez, un hombre que pasó de ganadero a toparse con los tiesos y majos dirigentes del Partido Liberal o, en términos de El Tiempo, “escaló, peldaño a peldaño, casi todas las dignidades que ofrece la democracia colombiana”.
Que Santos sea la tercera persona que más veces ha salido en las Sociales de Semana –ese extraordinario formato que explica por sí solo a nuestra sociedad y nuestro periodismo– no es una casualidad. Antes de ser presidente, Santos ya tenía un historial con la revista. Le dieron dos portadas cuando era ministro, una que titulaba “La hora de Juan Manuel” y otra en la que, en contra de la voluntad del presidente Uribe, Santos revelaba que Tirofijo estaba muerto. En la primera edición de Semana, publicada en 1982, había una columna suya, “Nubarrones cafeteros”. El ahora presidente acababa de llegar de Londres, donde trabajó para la Federación Nacional de Cafeteros, y empezaba su carrera como periodista de El Tiempo, el periódico de su familia que fue objeto de la siguiente cita escrita por Álvaro Salom Becerra en su libro Al Pueblo nunca le toca.
Las cosas se parecen a su dueño. Y El Tiempo ha sido, es y será idéntico al doctor Santos. El respeto al statu quo, el culto a los valores consagrados, el servicio a dos amos, las velas simultáneamente prendidas a Dios y al diablo, el oportunismo elevado a categoría de necesidad patriótica, la cobardía disfrazada de prudencia, el miedo a la verdad, la mentira ataviada con los ropajes de la discreción, las fórmulas eclécticas, las soluciones salomónicas, los tonos grises, las medias palabras, los eufemismos, las ambigüedades, fueron siempre las normas de conducta y, aplicándolas sistemáticamente, llegó a convertirse en una de las empresas más prósperas del país. Pero Santos, además, le infundió su personalidad a millones de sus compatriotas. Porque el santismo es un estado de alma colectivo. La gente sigue la línea de la menor resistencia. No habla porque es imprudente, no escribe porque es peligroso, no exige porque es inoportuno, no protesta porque es subversivo, no actúa porque es contraproducente. Y si se atreve a hablar, escribir o actuar, lo hace con reticencias y ambages que diluyen la idea y desvirtúan la intención.
Salom Becerra escribió su novela en los años setenta, pero la trama ocurre en los cuarenta. Es una historia sobre la élite bogotana y liberal que manejó al país desde los salones estilo republicano del Jockey Club durante la Violencia. El Santos que menciona es Eduardo, expresidente y fundador del periódico. Pero la cita con facilidad puede tratarse de su sobrino y actual presidente, que llegó a la subdirección de El Tiempo sin hacer carrera periodística y hoy en día sufre un problema de identidad política que lo tiene montado en un caballo que no sabe maniobrar para remontar en las encuestas. Después de un populista como Uribe, la gente no ha entendido la metodología santista de delegar las decisiones desde un salón republicano. El santismo, así gobierne en el siglo XXI, es un fenómeno de los años cuarenta.
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Según el especial que se publicó el domingo, la portada más crítica que Semana ha publicado sobre  Santos se tituló “¿Qué está pasando?”. Mostraba un par de fotos del presidente encogiéndose con motivo de un bajón en las encuestas. El texto no explica las opiniones de la gente, sino que las cuestiona; califica los resultados seis veces de ser “sorpresivos” y tiene afirmaciones como esta: “lo que sorprende es que la encuesta revela (…) un escepticismo general en el estado de ánimo del país que parecería no corresponder al momento histórico que está atravesando”.
La otra portada de Santos que uno podría calificar de crítica es sobre la reforma a la Justicia, titulada “Todos quedaron mal”. En el penúltimo párrafo, después de que se responsabiliza al Congreso y a los magistrados y a los senadores, dice: “La verdad es que ninguno de los miembros del gobierno actuó de mala fe o tenía la intención de consagrar constitucionalmente la impunidad”.
Semana no niega la realidad: ahí están la encuesta y la reforma a la Justicia. Pero encuadra los argumentos, los ajusta, para que el gobierno salga bien librado y Santos no se queje durante el almuerzo del domingo en Anapoima.
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Mucho se ha escrito sobre la falta de movilidad social en Colombia y la perpetuidad de las élites en el poder. La misma María Jimena Duzán, en su reflexión de aniversario, se quejó de que “en la Colombia actual, para hacer política se necesita no tener ideas, no ser audaz y ser hijo de alguien”. Y Semana ha reconocido más de una vez, y en portada, que este es un país de delfines políticos.
Pero lo que les ha faltado a los análisis sobre la élite en Colombia, y en entre ellos vale destacar los de Malcolm Deas, es decir que esos fenómenos también se dan en los medios de comunicación.
La puerta giratoria y los vínculos entre las élites políticas y mediática han sido fenómenos cambiantes a través de la historia. Dependiendo del gobierno, los medios han tenido altas y bajas en términos de independencia. Lo dijo Daniel Coronell sobre el periodista de Semana Ricardo Calderón, quien “ha vivido florecientes períodos en los que la revista quiere investigar y otros en los que quiere menos”. El gobierno de Santos es uno de esos momentos en los que la revista no quiere investigar.
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Semana asegura que Uribe ha sido portada 62 veces y Santos, 39. Mientras estuvieron en el gobierno, yo conté 58 portadas de Uribe y 19 de Santos. Según esto, Santos estuvo en la portada 20 veces antes de ganar las elecciones; Uribe, 4.
El tono que Semana le ha dado a las portadas del presidente Santos –“El cuarto de hora de Colombia”, “¡Por fin!”, “¿Líder regional?”– es difícil de encontrar en las portadas que le dieron a Uribe: “El poder soy yo”,  “Uribeitor”, “¿A qué le juega Uribe?”, “¿Se metieron al rancho?”, “Calma, presidente”, “Grietas en el pedestal” o “¿A qué le teme, presidente?”.
Solo hay una portada que se puede considerar positiva sobre Uribe, “El año en que volvió la esperanza”, que fue un artículo firmado por el director, Alejandro Santos, algo pocas veces visto en la historia de la revista.
Es forzado comparar a Uribe con Santos: pudo haber razones para ser críticos con el primero y elogiosos con el segundo. Además, en ocho años se generan más controversias dignas de criticar que en los primeros dos, cuando se supone que los mandatarios gozan de una luna de miel.
Por eso hacer la comparación en igualdad de condiciones es importante. En el análisis de los primeros 100 días de Uribe, Semana fue escéptica: “Aunque no ha mejorado la situación de los colombianos, el Presidente ha logrado un cambio sicológico que les ha devuelto la esperanza”. Con Santos fue elogiosa:
“Casi todos los presidentes de Colombia empiezan bien sus mandatos y la expresión ‘luna de miel’ se ha convertido en un lugar común para definir el sentimiento de los ciudadanos en los 100 primeros días. En el caso de Juan Manuel Santos, sin embargo, esa figura se queda corta para definir la manera favorable como la opinión pública ha recibido los nombramientos, anuncios y cambios de estilo de su gobierno. La luna de miel actual es una de las más dulces que se pueden recordar”.
Para ambos análisis de los 100 días Semana contrató encuestas, y los resultados no corresponden al tono: Uribe tenía 74% de favorabilidad mientras que Santos, 73%. Aunque hoy se puede explicar la preferencia de Santos sobre Uribe con razones como las chuzadas del DAS o la parapolítica, en los primeros dos años de Uribe no se había destapado ningún escándalo de aquellos. En igualdad de condiciones, pues, Semana fue más santista que uribista.
Puedo ser injusto. Puedo estar tomando los ejemplos que me sirven de manera aleatoria para argumentar que Semana es santista. Pero, esta vez, yo no soy el único que he visto esta tendencia. El bloguero Carlos Cortés también se dio cuenta de ella en su burlón “Top de portadas de Mr. Santos”. Ricardo Galán criticó el análisis de la encuesta mencionada. Y La silla vacía dijo que Semana es a Santos lo que El Colombiano fue a Uribe, un panfleto propagandista. “A Semana no le creo ni el horóscopo”, tuiteó hace poco Sandra Borda, una profesora de los Andes.
Semana cree, en general, que Santos es regio. Y, aunque esto puede ser cierto y la opinión pública, que desaprueba su gestión, puede estar equivocada, el cubrimiento de Semana sobre Santos no ha sido del todo balanceado.
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Como dijo Juanita León, Santos tiene estrechos vínculos con los medios. El ejemplo de El Tiempo es uno de los más evidentes: su director está casado con una prima del Presidente y es primo de la Canciller. Pero en Semana el presidente tiene a “uno de sus mejores amigos” y a su sobrino favorito. Su asesor más cercano, Juan Mesa, que viene de ser un alto ejecutivo en Caracol, es hermano de la gerente en Publicaciones Semana, Elena.
Así han funcionado las élites de los medios casi siempre. Yo, que soy hijo de Rodrigo Pardo y bisnieto de Roberto García-Peña y sobrino de D’Artagnan, soy parte del fenómeno: a los 22 años ya estaba sentado en un escritorio del edificio de Semana al lado de la hija de Felipe López, que es nieta y bisnieta de periodistas/políticos. Mi jefe era Daniel Samper Ospina, nieto y bisnieto de periodistas/políticos. Felipe López es consciente de todo esto, y sus ácidos comentarios lo corroboran: “cuando quise hacer cine, fui director; y cuando quise ser periodista, fui dueño”, ha dicho en tono irónico más de una vez.
El clientelismo que remplazó al caudillismo en Colombia le permitió a determinadas élites mantenerse en el poder político, económico y mediático y sucederse entre ellas a manera de monarquía.
Semana, porque las cosas se parecen a su dueño, es una revista de la élite. Y durante el gobierno elitista de Juan Manuel se encontró con un escenario, quizás sin precedentes en estos 30 años, donde sus estrechos vínculos con el poder político comprometen su capacidad de tomar distancia. Cuando hay desacuerdo dentro de la élite, Semana es independiente: los gobiernos de Uribe o Samper son ejemplos. Pero cuando hay consenso en ese remoto e influyente círculo de la sociedad –y los procesos de paz serán una prueba más– Semana es culturalmente incapaz de establecer la distancia necesaria para darle una mirada alternativa a la realidad nacional. En general y excluyendo a sus columnistas, Semana es menos independiente cuando se trata del dueño de la finca.
En estas columnas he argumentado una y otra vez que el problema de los medios en este país, y sí que los hay, es el mismo de la política y la sociedad: la exclusión. Estamos en manos de las mismas élites de siempre, que se consienten entre ellas y hacen todo lo que pueden para perpetuarse en el poder. Hay matices, por supuesto: innumerables. Y en la historia de Semana antes del gobierno de Santos hubo más independencia que cercanía del poder. No obstante, en los últimos dos años Semana demostró que –con todo y aplicación de iPad– seguimos en los años cuarenta.