domingo, 1 de febrero de 2009

El arte de desconocerse



Por: William Ospina

HASTA HACE UNOS CINCUENTA años, los países europeos, que vivieron en otros tiempos una larga historia de mezclas, fusiones y confusiones, habían llegado a una idea clara de sí mismos. Francia sabía qué era Francia, Alemania sabía qué era Alemania, Inglaterra sabía qué era Inglaterra y España sabía qué era España.
Pero un viento nuevo recorre el mundo: hoy esos pueblos de Europa empiezan a preguntarse otra vez quiénes son y a padecer una suerte de crisis de identidad. Y Alemania, llena de turcos, Inglaterra, llena de hindúes y de caribeños; Francia, llena de africanos y de gentes venidas de remotas culturas, o España, llena de latinoamericanos y africanos, otra vez empiezan a decirse, como en el poema de Neruda ¿De dónde soy —me pregunto a veces—, de dónde diablos vengo? ¿Qué día es hoy? ¿Qué pasa?

Nunca llega el día en que podamos decir: “este es el cuadro terminado de la humanidad”. Porque ese sería el día en que todo se detiene para siempre. En cambio todo se mezcla, se funde y se confunde; tampoco Europa se baña dos veces en las aguas del mismo río, y necesita entender esa complejidad que está surgiendo en su interior.

Los americanos, que llevamos cinco siglos de experimentos, que hemos sido un laboratorio de fusiones culturales, logradas con más o menos fortuna, deberíamos tener muchas cosas que aportar a este nuevo momento de la historia, a la reflexión sobre cómo se aproximan las culturas. Pero todavía tenemos que adelantar con nosotros mismos muchos diálogos que no hemos hecho.

Yo me atrevo a afirmar que allí donde hay un conflicto hay un diálogo que era necesario y que no se realizó; que allí donde hay un choque social, siempre hay una tarea histórica que no se cumplió en su momento. Esas postergaciones pudieron ser beneficiosas por momentos para los sectores poderosos que las propiciaron, pero a la larga eran dañinas para todos.

El que ha sido maltratado o ignorado no sólo no está dispuesto a comprender y a dialogar, sino que a su vez corre el riesgo de maltratar y de ignorar. Por ello nada es tan urgente como superar la lógica del resentimiento y comprender que la superación de los males exige una nueva valoración de nosotros mismos.

Lo que más me ha llamado la atención de los discursos de Barack Obama son su firmeza y su serenidad. No me parece advertir rencor en ellos, a pesar de que está expresando con firmeza el dolor de una raza que harto ha sufrido en este continente, con la que demasiadas deudas tendría la humanidad: deudas tal vez impagables. Pero su voz propone que la verdadera reparación no es el rencor, sino que por fin una comunidad ocupe un lugar digno y pueda brindar su aporte, entregar su sabiduría y aplicar sus destrezas a la causa común de la convivencia, la causa central de la política.

La política, que desciende a tantas degradaciones, no debería significar otra cosa que el arte de la convivencia: convivir de manera generosa, compartir los dones del mundo, en un planeta que, a pesar de tantas depredaciones y saqueos, es todavía un escenario prodigioso de belleza y riqueza, lleno de dones conmovedores.

El presidente recién elegido, en vez de aplicarse a reclamar la reparación para unos cuantos, viene a decirnos que el gran desafío de la época es que tenemos un planeta en peligro. Y no calla que parte de ese peligro nace del egoísmo de los poderosos, de la falta de responsabilidad de quienes consumen la mayor parte de la materia planetaria, que el mal, en suma, también está en los virtuosos y los felices, cuando hasta ahora sólo se había oído la letanía de que los males del mundo están encarnados por los que habitan sus orillas.

Muchos pueblos a los que se suele dejar de lado, porque se asume que son apenas testimonio de otras épocas, conservan sabidurías profundas en relación con la tierra y con la sacralidad del mundo, que resulta urgente consultar. Hoy hay desafíos para todos y nadie puede decir con razón que no encuentra qué hacer, o que se aburre, porque los retos de la época son desmesurados y maravillosos, y lo que hay que salvar es demasiado grande. Por eso no tenemos ya derecho a desdeñar una sola tradición y todas las memorias del planeta tendrán que ser interrogadas.

Resulta evidente que para responder a los mayores desafíos de los últimos tiempos, a Norteamérica no le ha bastado con los recursos del hábito. Ha tenido que recurrir no sólo a alguien de composición y de sensibilidad más complejas. Y ello no obedece a un programa sino, diría yo, a una poderosa intuición colectiva. Si algo está claro es que la civilización occidental en su versión más estrecha, que es la que imperó por siglos, no tiene todas las respuestas para los males del mundo moderno y requiere dialogar respetuosa y profundamente con otras tradiciones.

Por eso es magnífico que Europa esté descubriendo en sí misma su nueva composición. Al comienzo podrá hablar de inmigrantes, pero pronto se tratará de mixturas profundas, partes constitutivas de su memoria, de su nueva sensibilidad. El mestizaje, más que una palabra, es un horizonte de posibilidades, y el arte es, de todas las herramientas humanas, la que mejor sabe enseñarnos de qué manera delicada y eficaz esas mezclas culturales llevan a nuevas soluciones.

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