lunes, 28 de septiembre de 2009

Historia oficial vs. historia real

Cristian Valencia
Estos son los agregadores que usted tiene disponibles para agregar el contenido de "Cristian Una cosa es lo que pasa y otra la que se escribe. Lo que nos dejamos meter como historia oficial es algo vergonzoso. El doble discurso institucional es el culpable de la bipolaridad de los colombianos. Recuerdo nada más cómo me enseñaron la historia cuando era niño. Un sartal de mentiras asépticas, llena de proclamas rimbombantes y discursos obsoletos que, estoy seguro, nada tuvieron que ver con la realidad. Jamás me enseñaron, por ejemplo, que la Guerra de los Mil Días fue producto de la encerrona política que hicieron conservadores y liberales contra los liberales radicales. Aquellos partidos políticos se unieron y prohibieron que los radicales lanzaran candidato a la Presidencia. Es decir, prohibieron las verdaderas ideas liberales en todo el país, prohibieron una manera de pensar, un partido político. Y fueron los liberales y conservadores de entonces quienes tuvieron la culpa del asesinato del general Uribe Uribe (de otros Uribe, aclaro).
Hagan el ejercicio de leer un texto de historia de Colombia para enseñanza media, es decir, los libros que educan a nuestros jóvenes. Lean la historia de los últimos 40 años, por ejemplo. ¿Dice acaso que el presidente Carlos Lleras Restrepo facilitó el fraude de las elecciones del 70? No habla de fraude, aunque la versión de casi todos los colombianos es esa: las elecciones del 70 se las robó Misael Pastrana Borrero. Esos deberían ser los términos de la historia escrita para que nuestros muchachos sepan en dónde están parados y tengan algún día una madurez política.
Luego pasa por el gobierno de López Michelsen como si nada: no menciona el escándalo de la hacienda La Libertad, una carretera mandada a hacer para favorecer el fundo de uno de sus hijos. Tampoco habla de la "ventanilla siniestra", aquella que admitía todos los dineros de dudosa reputación para "lavarlos" institucionalmente (¿recuerdan la bonanza marimbera?); ni menciona el Estado de Emergencia Económica en plena bonanza cafetera; y no recuerda que Alfonsito, cuando era chiquito, se apropió, con la venia de su padre presidente, de la famosa harinera Handel. ¿Qué podrá decir la historia oficial de colegios sobre Turbay? Nada que lo incomode, por supuesto: que le gustaba usar corbatín 'pepiado', tal vez. Con seguridad, el Estatuto de Seguridad fue una cosa necesarísima, y las torturas de las caballerizas del Cantón Norte jamás se presentaron.
De Belisario, que era poeta y que era tan humilde que a veces salía en un Renault 4, pero jamás dirán que bajo su mando (porque jamás aclaró que le hicieron un golpe de Estado), como comandante único de las Fuerzas Armadas, dirigió las acciones de la retoma del Palacio de Justicia, con las consecuencias que todos conocemos (¿por qué está preso el coronel Plazas y libres todos sus superiores, incluyendo a Belisario?). Y sigan haciendo cuentas de lo que falta: Gaviria, Barco, Samper, Pastrana.
Y frente a todas estas omisiones históricas me pregunto: ¿dónde están la Academia de Historia y todas las facultades de historia que tiene el país? Yo sí creo necesario el revisionismo de nuestra historia. De toda. Quisiera que esos libros que educan a los jóvenes hablaran de Chambacú, por ejemplo, y de todos los desfalcos hechos por algunos políticos; que hablen de tomas guerrilleras y masacres paramilitares, que hablen de los millones de campesinos desplazados: que hablen, en últimas, que hablen.
Pero eso será ciencia ficción, por supuesto. Ustedes y yo sabemos que no pasará, porque desmembraría para siempre la gallinita de los huevos de oro. Y porque habría que decir la verdad. Y la verdad es una cosa recontraturbia y cochina, que dista por leguas de ese discurso oficial tan limpio e inmaculado, que deja tan bien parados a nuestros 'prohombres' (quac).
¿Qué dirán los libros de texto para muchachos sobre el presidente Uribe?
cristianvalencia@yahoo.com

viernes, 25 de septiembre de 2009

La campaña del odio (I)


Por: Juan Gabriel Vásquez
FUE UN ESPECTÁCULO FASCINANte.
Mi viaje por tres ciudades de Estados Unidos coincidió con el punto más álgido de esta ola de Obamafobia —esta ola que, como tantas cosas en la política de ese país desmesurado, va mucho más allá de la política—, y lo que vi fue preocupante y vergonzoso, sí: pero fascinante. La reforma del sistema sanitario que Obama pretende sacar adelante ha servido de catalizador o aglutinador, pero sólo los más inocentes piensan que los manifestantes de la semana pasada en Nueva York y Washington, esos miles de inconformes que llegaron con imágenes y leyendas inverosímiles, están hablando realmente del sistema sanitario. Y no, no es así: lo que se puso en escena en Estados Unidos fue el diagnóstico, que para algunos no tuvo nada de sorprendente, de lo que Rush Limbaugh, el vocero mediático de la extrema derecha más hostil y peligrosa, ha llamado “las dos Américas”. Limbaugh, un maniqueo con carné, se refiere a la división eterna entre los Estados Unidos republicanos (creyentes, conservadores, decentes) y los demócratas (inmorales, ateos, liberales). Pero lo que se vio en esas manifestaciones fue incluso más allá: una especie de monstruo que llevaba dormido mucho tiempo y que ahora decidió despertar y salir a la superficie.
El mejor resumen del asunto está en las pancartas que llevaron los manifestantes, fotos o caricaturas en las que Obama tiene el bigote de Hitler, el turbante y la barba de Osama bin Laden o la vestimenta y los adornos de un africano primitivo, camisetas que piden la elección de Sarah Palin en 2012 o leyendas donde Obama es Satán: si las dos Américas existen, ésta ha transformado a Obama en un símbolo de sus miedos más irracionales, un malo de caricatura, una especie de Lex Luthor negro (y la raza, a pesar de lo que digan los voceros, está en el corazón del tema). Obama como Satán, sí, pero en otras pancartas era Obama como Anticristo, y en otras, Obama como Che Guevara: muchos de estos manifestantes pertenecen a la generación post-McCarthy para la cual no hay ningún mal en el mundo que no venga del socialismo. Una pancarta es la síntesis perfecta de dos épocas, cada una con su diablo particular: “Hay que impugnar al musulmán marxista”.
Son los Estados Unidos de la paranoia ultranacionalista, del fanatismo religioso, de la más pura irracionalidad, y Obama ha tratado de enfrentarlos con las mismas armas que esgrimió durante la campaña, cuando prometió que con él regresarían la razón y la urbanidad a Washington. Pero después de ocho años de George W. Bush, la urbanidad y la razón quedaron convertidas en lo que tal vez han sido siempre para todo un sector del electorado estadounidense: valores elitistas, cosas de universidades para ricos, ética de Ivy League. Es una verdadera paradoja: aquel Bush —hijo de una de las familias más adineradas del país, prácticamente dueño de todo un estado por su apellido y empresario egresado de Yale— era visto por su gente como un tipo campechano, “uno de nosotros”; Obama, nacido en la intemperie política de un padre keniata y una madre que no hubiera sobrevivido sin ayudas del gobierno, líder comunitario y abogado de derechos civiles, es percibido como un elitista detestable. La campaña de odio, en ese sentido, ha rendido sus frutos. Y esto no ha hecho más que empezar.

jueves, 24 de septiembre de 2009

El otoño del tirano

Por Eduardo García Aguilar
Cuando hace años se hablaba en coloquios universitarios de las novelas de dictadores hispanoamericanos como « Tirano banderas » de Valle Inclán, « Yo el supremo » de Augusta Roa Bastos, « El recurso del método » de Alejo Carpentier o « El otoño del patriarca » de Gabriel García Márquez, nunca pensamos que en Colombia uno de esos personajes pasados de moda se atornillaría en el poder, emulando a Cantinflas en la famosa película Su excelencia.

En Colombia la figura del patriarca fueteador y moralista que gobierna desde hace casi una década y espera todavía seguir en el trono, ha llevado al extremo el aspecto cómico de la figura patriarcal, infalible y energúmena, tramposa y arbitraria, con una larguísima nariz de Pinocho, frente a la que todos se hincan con servilismo, desde oligarcas bogotanos y manzanillos provincianos, hasta ministros, empresarios nacionales o extranjeros y líderes políticos por igual.

Durante décadas se dijo que Colombia era uno de los pocos países latinoamericanos con una democracia sólida que había resistido a la tentación dictatorial, donde los mandatarios por muy amantes del poder que fueran se eclipsaban mansos al concluir sus periodos, como una cuestion de honor personal que ninguno hasta ahora había osado violar.

Se podía estar en desacuerdo con esos personajes de la oligarquía colombiana que se sucedían uno tras otro en el poder, pero al menos debíamos reconocer que tenían cierta dignidad intelectual y decencia y que, como juristas que eran en su mayoría, consideraban un acto de honradez mínima respetar la Constitución y las Leyes y cumplir el precepto de que las reglas de juego no se cambian para beneficio personal y mucho menos por medio del cohecho y la compra de las conciencias de los congresistas.

A lo largo del siglo el Congreso estuvo compuesto en gran parte por personas que representaban ideas políticas claras, a veces atroces, por supuesto, y los debates tenían una mínima altura como lo pude constatar varias veces al entrar allí para mirar desde la barrera las discusiones de las comisiones. La palabra « padre de la patria » podría ser ridícula, pero los hombres del sistema que llegaban al Congreso a nombre de los partidos tradicionales eran relativamente respetados porque se destacaban en algo, en la elocuencia o en los conocimientos técnicos y pese a que contribuían a la perpetuación de la injusticia, los considerábamos interlocutores lúcidos en tiempos de guerra fría mundial.

Nada de eso ocurre ahora : al mismo tiempo que el patriarca llegó con las votaciones milagrosas que le arreglaban en muchas regiones del país las fuerzas oscuras que lo consideraban su representante y salvador, el Congreso se llenó de delincuentes de la peor laya que llegaron al extremo de recibir con honores en el recinto sagrado de las leyes a los peores genocidas y criminales que haya jamás producido el país en su larguísima historia de violencia. Ese día se entronizaron los hornos crematorios, las motosierras y las fosas comunes como las verdaderas hacedoras de la ley cantada en los himnos y simbolizada en la posición hierática de héroes nacionales como Nariño, Santander y Bolívar.

Un Congreso de bandidos perseguidos en su mayoría por la justicia se encargó de cambiar las reglas del juego para imponer la primera reelección de la figura del patriarca y otro Congreso de igual laya se ha encargado de repetirnos la dosis con un cinismo increíble, donde ministros turbios descuartizan la separación de los poderes usando métodos prohibidos. Ni en la más mala película de ficción hubiéramos imaginado el rumbo que terminó por seguir el país a comienzos del siglo XXI, acostumbrado ya al parecer a los sermones diarios del caudillo, a sus discursos cantinflescos para defender a los peores delincuentes o guardar silencio ante los crímenes más espantosos de sus amigos y valedores, que como las ejecuciones extrajudiciales, la coacción multitudinaria del voto y el espionaje al estilo soviético parecen para él pecados ínfimos o calumnias de izquierdistas.

Hace poco un ex presidente mexicano dijo que la impunidad es necesaria para que funcione el sistema político, lo que en su enormidad cantinflesca puede aplicarse perfectamente a lo ocurrido en Colombia: se cambia la Constitución para beneficio propio y no pasa nada , se compran las conciencias y no pasa nada, se concentran las tierras del país en unas cuantas manos ensagrentadas y no pasa nada, se enriquecen milagrosamente los miembros de la corte palaciega y no pasa nada, millones de colombianos son desplazados y no pasa nada, delincuentes son nombrados en los puestos diplomáticos y no pasa nada, miles de desaparecidos reposan en las fosas comunes y no pasa nada, se bombardea un país extranjero y no pasa nada, se graba ilegalmente a opositores, magistrados, periodistas y politicos y no pasa nada, casi todos los miembros del Congreso están siendo procesados y no pasa nada, todos están pendientes día y noche de los humores del patriarca y no pasa nada.

Si Tirano Banderas dice que de noche hace día, todos se inclinan y aceptan ; si dice que la luna es el sol, bajan la cerviz ; si amanece de mal humor, todos en palacio esperan a que se le pase la furia ; si regaña a los periodistas porque le hacen preguntas incómodas, los áulicos ríen. El caudillo habla de patriotismo, pero ha sido como ninguno el más servil ante los poderes de Washington ; el señor presidente reza y se persigna todas las mañanas, pero calla ante los delitos atroces de lesa humanidad.

Ni Valle Inclán en España, ni Augusto Roa Bastos al describir el delirio del dictador paraguayo Francia, ni Martin Luis Guzmán en México, ni García Márquez al contarnos los delirios del patriarca caribeño, ni Carpentier, ni Rómulo Gallegos, ni el biógrafo de Francisco Franco, ni quienes en América Latina abordaron el tema, imaginaron que seguiría vivo y coleando al concluir la primera década del siglo XXI en Colombia. Pensábamos que todo eso era pasado de moda, reminiscencias de viejos liberales artríticos, pero nada, ahora debemos pellizcarnos para creerlo, en nuestro país estamos viviendo dentro de una novela de tiranuelos hispanoamericanos y nuestro personaje de marras supera con creces a sus variados y vistosos modelos.