miércoles, 24 de febrero de 2010

Fuego cruzado en Colombia

REPORTAJE
"Nos adentramos en la selva colombiana. El aire resulta espeso. Puede mascarse como la coca. Escuchamos escalofriantes historias de campesinos atrapados en el fuego cruzado entre: guerrilleros, paramilitares, narcotraficantes. Macabras venganzas sin fin que hasta duele contar." Nueva parada de la serie con Médicos Sin Fronteras.

fOTO; fUENTE:EL País.com

Manuel Vicent
"El 21 de enero de 2010, a las seis de la mañana, desde Bogotá tomamos el avión para Tumaco, en el departamento de Nariño, al sur de Colombia, frontera con el Ecuador y el Pacífico. Al llegar caía una llovizna empapada de calor. En el aeropuerto había helicópteros artillados como los de Apocalypse Now y avionetas de fumigación de los campos de coca, aparcados fuera de los hangares, por debajo de cuyas aspas había que arrastrar las maletas para ganar la terminal. La llovizna pegajosa persistía sobre las chabolas y calles encharcadas de Tumaco, una ciudad formada por varias islas en la desembocadura del río Mira, de 170.000 habitantes, en su mayoría de raza negra. Cuando llegamos al hotel La Sultana, desde la ventana se veía parte de la ensenada con manglares sobre una escombrera de desechos y un paredón sucio donde en grandes letras rojas estaba escrita una consigna política: "¡Únete al cambio! ¡Seguridad democrática!". Un megáfono insistente pregonaba una lotería con premios de tres millones. En la pescadería de enfrente cargaban tiburones congelados.

Antes de abrir la maleta nos pasaron el comunicado que en noviembre de 2009 había emitido en Pasto, capital Nariño, el grupo armado Los Rastrojos, que se presentaba como comando urbano. En ese papel se declaraba objetivo militar a todas las organizaciones que bajo el arcaico discurso subversivo de los derechos humanos sirven de apoyo a las FARC y al ELN. Se conminaba a abandonar de inmediato el lavado de cerebro en que están comprometidas estas ONG en toda la geografía de Nariño y se advertía de que este grupo no se haría responsable de lo que les pudiera pasar a sus líderes y cómplices del pasado y del presente si estaban en este territorio. Un comunicado semejante, con amenazas explícitas de muerte, había emitido otro comando paramilitar denominado Águilas Negras. Estos grupos civiles armados, que hace unos años se dijo que habían sido desmovilizados, están renaciendo en Colombia y, al parecer, cuentan con 10.000 efectivos dispuestos a actuar de nuevo.

La supervivencia se establecía en las calles de Tumaco en medio de los gritos de buhoneros, colas, mercadillos, el estruendo de las motocicletas, los carritos cargados de fruta tropical que se arrastraban entre la gente tumbada en las aceras bajo un sol escalfado. Pasaban camiones con soldados en uniformes de camuflaje. También se nos hizo saber que la ciudad está llena de milicianos de las FARC cuya presencia se presiente pero no se nota. Sucedía lo mismo con la violencia que se respiraba como un elemento más del aire. De todas partes, sin saber exactamente de dónde, salían descargas de música de vallenato con muchas palabras suavonas de amor que están muy pegadas a los celos y al crimen.

En las afueras de Tumaco, cuando termina el suburbio, en un territorio pantanoso ganado a los manglares, se levanta un conglomerado de palafitos que mantienen en pie unos barracones de madera en estado de extrema ruina sobre una cloaca de aguas negras donde malviven 540 campesinos desplazados por la guerrilla o los paramilitares. Un aserradero vecino les proporciona la dádiva de unas cargas de serrín con las que empapan la charca para formar caminos transitables que apenas logran impedir que se hundan los pies en el fango. Cuando crece el mar en los días de temporal, todo este espacio se inunda y se convierte en un lago podrido y pasan semanas antes de que se retiren las aguas. En este campamento semiacuático establece esta gente desplazada su vida de miseria bajo el nombre de Familias en Acción. Médicos Sin Fronteras llega hasta allí. Y también hay carteles de UNHNUR, de ACNUR y de Solidaridad Internacional.

En un barracón que sirve de escuela bajo la advocación de santo Tomás de Aquino, unos niños dibujan y aprenden a leer; en otro barracón se reúne la Junta de Acción Comunal, formada en su mayoría por mujeres de raza negra, a las órdenes de un joven llamado Hader, que luce zapatos blancos impolutos, camisa blanca y collar con crucifijo. Las mujeres se quejan de la lentitud desesperante con que les llegan las ayudas del Gobierno, apenas unos miles de pesos cada tres meses que raramente cumplen el plazo. Y luego nada, sólo el olvido. Cada habitante de este lugar lleva mucha muerte detrás. Las mujeres cuentan historias de matanzas y masacres que han sucedido en sus veredas. Todas tienen un marido, un hijo asesinado por la guerrilla o los paramilitares. Son campesinos que han huido de la violencia sin nada en las manos. En la reunión comunal hablan de sus cosas. Aquí no hay tiros, sólo palabras que a veces suelen ser violentas, a veces desesperadas. Cuando hay elecciones, llega un político con promesas a cambio de su voto y luego nada. Ninguno de estos campesinos quiere volver a su lugar de origen.

"Yo tenía un chocolatal en Cali", dice Flora Esmila, una mujer de 72 años, "que me daba cuatro cosechas. Tenía plantados plátanos y naranjas. Vivía tranquila, pero un día me dijeron que en Chaguí de Cuaransangá, una vereda de Nariño, habían matado a mi hija. Cuando llegué ya estaba enterrada. Fue por celos de un meleador que la requería para que se acostara con él y al negarse mi hija la denunció a los del monte como confidente de los militares y un día bajaron los del monte para matarla dejándola con cuatro niños. El marido está vivo, pero no hizo nada por miedo. Los del monte me dijeron: ándate, échate a trotar, y me vine huida para Tumaco. Ahora cuido acá a mis cuatro nietas sin una ayudica, sin una platica de nada. El otro día, esta cama donde duermo con mis cuatro nietas se llenó de agua con la lluvia. No tengo a un hombre que me ponga una madera".

Antonio Domingo tiene 30 años, nació en Buenaventura, vivió en la vereda de Boca de Satinga y hace dos años que está aquí con su mujer y dos hijos.

"Se llevaron a un compañero que era motosierrista, lo mataron y a los dos días apareció flotando en el río. Así mataron a otros también. Llegaron los Águilas Negras y se llevaron a otros y durante varios días el río fue bajando muertos. Mandaron desalojar a todo el barrio de San José Laturbe con 300 familias y se hicieron fuertes allí. Me vine a Familias en Acción de Tumaco con mi mujer y mis dos hijos. Nosotros cultivábamos banano, yuca, papachina, mango, naranjas y cacao en un terreno de mi propiedad. Tuvimos que dejarlo todo. Alrededor había campos de coca, pero nosotros no cultivábamos coca porque somos cristianos adventistas del séptimo día y la palabra de Dios dice que debemos darle el uso debido a lo que Él ha creado y que no debemos cultivar cosas ilícitas".

En las charcas negras de este poblado había juguetes ahogados, un triciclo, un caballo de cartón, una muñeca sin brazos, a medio pudrir, y en las maderas de los barracones se podían ver algunos dibujos de corazones flechados con nombres de adolescentes enamorados.

Remontando

la selva por el río

Al día siguiente, dejando Tumaco atrás, nos embarcamos en una lancha para remontar el río Mira, que baja sus aguas desde el Ecuador en plena selva. En un jeep con bandera de Médicos Sin Fronteras recorrimos primero 50 kilómetros de la carretera que lleva a Pasto, donde el ejército y la policía tenían montados varios puestos de control con garitas de sacos terreros. A un lado y a otro del trayecto, la maleza ha sido tronchada para plantar las siniestras palmeras africanas que después de arruinar la tierra sólo dan una piñas de aceite de carburante, materia barata para ricos, según los campesinos del lugar. Antes de llegar al poblado de Llorente hubo que dejar la carretera y rodar por una pista quebrada de diez kilómetros adentro de la selva para alcanzar una playa de cantos rodados que forma el remanso del río. En ese camino duro y deshabitado hay un cementerio alegrado con flores y coronas sumido en una soledad tan alejada de la vida que uno podía imaginar que el día del Juicio Final desde aquí no se oirán las trompetas de la resurrección de la carne, aparte de que algunos de los muertos que allí yacen se hallan sumamente baleados por algunos de los bandos de este conflicto colombiano. En la playa había un chiringuito y embarcaban algunas piraguas con gente del lugar. Todo daba a entender que en este territorio el ejército ya no mandaba.

Río arriba en una lancha pilotada por un joven sin palabras, de rostro muy afilado, que sin duda estaba en el secreto de nuestro viaje. Contra la corriente mansa o arriscada por unos bajos, la selva cada vez más hermética se iba adentrando en un silencio precolombino y, como supimos después, estaba llena de ojos que nos vigilaban. En las altas riberas se veían acostados algunos cultivos de coca. Al contrario de lo que sucede en la novela El corazón de las tinieblas, de Conrad, donde existe un personaje llamado Kurtz, señor de la soledad que todo lo gobierna, del que todos hablan y nadie ha visto, en este caso, al llegar a la vereda de Azúcar, después de una hora larga de navegación, en lo alto de la ribera apareció una casa de buena fábrica y desde la orilla del río, antes de desembarcar, pudimos divisar a un hombre sentado en la terraza que, sin duda, nos estaba esperando, puesto que nos saludó con los brazos.

Calzado con botas pantaneras y metidas en ellas las perneras del chándal, este hombre era el propio Dagoberto Cañón, un señor de media edad, entrado en carnes, que al parecer es el que dispone de todo en Azúcar, una vereda de 105 habitantes. Nos recibió con gran cordialidad en su terraza, como un padre padrone, rodeado de niños, y un asistente que atendía por Chepe, muy solícito, y después de los saludos formales nos ofreció un café tinto y empezó a hablar.

"El Gobierno sólo llega hasta aquí a estropear a la gente. De pronto se presenta un avión fantasma, un avión negro, y comienza a bombardear la selva, y cada dos meses el Estado realiza un operativo con diez helicópteros que asustan a los niños, y detrás de los helicópteros llegan las avionetas y comienzan a fumigarlo todo. Con el motivo de la coca, destruyen nuestros alimentos de pan coger, la yuca, el plátano, la caña. Después de la fumigación ya no se puede cultivar nada. Nosotros siempre hemos sido productores de coca. No pudimos controlar el mercado, pero gracias a la coca tenemos una casita, vemos la televisión y nuestra comida está fría en la nevera. La coca es un arraigo entre nosotros. Culturalmente no se va a acabar porque el campesino es caprichoso. El hambre no admite socio. Pero a veces llega el ejército y produce violaciones, robos, y se nos lleva hasta los zapatos. La guerrilla contraataca porque con el Gobierno no se puede hablar más que con un arma en la mano. De modo que la violencia no acabará nunca".

El año pasado, el río Mira tuvo una crecida de ocho metros y arrasó con todo por estos parajes, se llevó por delante el centro de salud, la escuela, la cantina, todo, porque la naturaleza tampoco le va a la zaga de los hombres a la hora de ponerse brava. La crecida duró un mes, la vida estuvo paralizada, por eso los escolares de Azúcar celebran ahora con retraso la fiesta de fin de curso con entrega de insignias. En la escuela, los niños lucen birretes y uniformes como alumnos de Oxford, y esta ceremonia en plena selva rodeada por el cacareo de las gallinas tiene una profundidad surrealista.

Dagoberto Cañón nos presenta a Arturo Pay, un indígena awa, de 49 años, que sin levantar la mirada del suelo habla de sus desgracias, de su maíz, de su yuca, de sus plátanos arruinados por el veneno que sueltan las avionetas. Otro campesino llamado Jesús explica el cultivo de la coca, que dura siete meses, y de la forma de convertirla en pasta que puede estropearse con una gota de sudor. Los intermediarios la pagaban a dólar el gramo. Después cuenta doña Flor que llegó de profesora a la vereda de Azúcar y perdió a su marido, Segundo Vargas, hace nueve años en la playa donde nos embarcamos. Lo habían involucrado, pero no había hecho nada. Lo desaparecieron. "Llegan los paracos y si no tienes callos en las manos ya eres guerrillero, lo disfrazan a uno y le dan plomo, así fue con mi marido. Doña Flor dejó de ser profesora para vivir de la coquita con sus siete hijos, pero ahora con la fumigación malvive vendiendo fritanguitas que prepara en casa. Los helicópteros se fueron con todo".

"A veces llega la guerrilla", dice Dagoberto, "pero de ella no sufrimos violencia; si se llevan unas gallinas, las pagan; están con nosotros, viven con nosotros, se les sirve un café y se van, por aquí anda la columna de Daniel Aldaba, en caso de problemas se acude a ellos, que están en el monte, cada cuatro meses viene un cura de Llorente a decirnos misa, por aquí viven cuarenta comunidades, en total unas dos mil familias, seis personas distribuidas a lo largo del río hasta el Ecuador, que está a diez minutos por Tobar Donoso. Tenemos un gobierno interno con normas para convivir. No se sirve alcohol a los menores, se cumple un horario de comercio y para caso de disputa o de pelea con puños hay un comité de conciliación, y si no hay avenencia se castiga al culpable a realizar 500 viajes por esta cuesta cargado con costales de diez paladas de arena y mientras sube y baja le da tiempo a meditar. Aquí tenemos una organización de vigilancia. Sabemos quiénes son todos. Ustedes desde mitad de camino ya estaban vigilados. Les han dado permiso. Sólo queremos un acuerdo humanitario, que liberen a los que están en las montañas y tener un trabajo digno".

En el resguardo

de los indígenas awas

Por la carretera que lleva a Pasto, por la que baja la mayor parte de la droga que se embarca en Tumaco, llegamos hasta El Diviso, resguardo de los indígenas awas, después de viajar ciento y pico kilómetros, bajo un intenso aguacero, entre controles de policía y del ejército, atravesando los pueblos de Juan Benigno, Espriella, Cantrapi, Llorente, Pinde y Guayacana, con sus respectivas cantinas y cementerios y gente que te ve pasar. Los indígenas han huido de la guerrilla y de los paramilitares, y muchos se han concentrado en el resguardo del Gran Sábalo, cerca de Prado Verde, y a esta vereda de El Diviso han acudido después de días de camino, tronchando la selva con machete, otros indígenas de los resguardos de La Brava, el Gran Rosario, Pingullo, Sardinero y Hojal la Turbia, un territorio con 37.000 habitantes que pertenecía a la etnia awas mucho antes de que llegara Colón con sus frailes y adelantados.

El 26 de agosto sucedió una masacre. No se sabe quién fue, si la guerrilla o los paramilitares, o una banda que ganaba plata con el doble servicio, legales o ilegales, pero hubo doce muertos, entre ellos un niño de seis meses que quedó con dos tiros en la cabeza. Quedó con los ojos abiertos mirando uno a cada lado como queriendo saber quién era el asesino. A una mujer embarazada la partieron en dos con una motosierra, le sacaron el feto y lo botaron. A doña Tulia, el ejército le mató al marido, don Gonzalo, que iba con ella, no era guerrillero, pero le dieron por muerto en combate. A Yurami, apenas una adolescente, con dos hijos, le mataron a sus cuatro hermanos. A Sandra Viviana, de 21 años, le mataron al marido y la dejaron con dos hijos. Si les preguntas quiénes fueron, guardan silencio y se ponen a temblar cada una con su criatura en brazos.

En esta comunidad de El Diviso viven 400 desplazados, duermen hacinados con enfermedades compartidas en el pabellón de la escuela con sus hijos y enseres, y esperan que el Gobierno se acuerde de ellos. En sus tierras de Telembí, en la Brava de Tortuaña y en Ñambí tenían plátanos, yuca y animales. Esta comunidad de desplazados la dirige Gabriel Bibicus, un awa muy afable, presidente de la UNIPA, que recibe al equipo de Médicos Sin Fronteras al son de la marimba con el que bailan los espíritus de la naturaleza. Son gentes sencillas, de mucha alma, que entre la guerrilla y los paramilitares han llenado de pánico. Si les hablas de venganza, responden: no podemos ser enemigos de nadie, sólo queremos vivir tranquilos en nuestra tierra. En medio de la selva, un campesino awa puede encontrarse con un grupo armado. Ante cualquiera de sus preguntas se siente perdido. ¿Has visto por aquí a los guerrilleros? ¿Has visto por aquí a los paracos? Tampoco le sirve el silencio. De ambas partes recibirán la misma descarga de plomo. Su territorio lo necesitan la guerrilla, los colonos, los petroleros, los paramilitares, los capos de la droga. Pero ellos defienden el espíritu de sus mayores y luchan por no desaparecer.

En el barrio ciudad

Bolívar de Bogotá

Una noche en casa de la escritora Laura Restrepo, ante una sopa de ajiaco, el sociólogo Alfredo Molano, sin duda la máxima autoridad a la hora de discernir la raíz de la violencia en Colombia, puesto que, aparte de su indudable talento literario, se ha pateado a pie y a caballo hasta el último rincón de su país, habla del conflicto y al oírlo uno llega a la conclusión de que en este viaje de siete días el corazón de las tinieblas sólo está capacitado para expresar lo que ha visto y oído sin poder llegar al fondo de un problema tan complicado, mediante análisis perentorio de un recién llegado. Alfredo Molano ha arriesgado su pellejo y ha escrito libros imprescindibles que le han supuesto el exilio y la amenaza de muerte por los dos bandos. León Valencia, un ex guerrillero del EFN, fundador de Justicia y Paz, dirigente del movimiento Arco Iris, hijo del Mayo francés, de la teología de la liberación y del socialismo de Allende, se fue un día a las montañas, cuando tenía 16 años, porque en Medellín comenzaron a matar líderes cristianos que estaban de parte de los pobres. Los curas empujaban a aquellos muchachos a la rebelión. En el monte los esquilmaron a tiros. Entre sus compañeros de ELN hubo 72 muertos. Abandonó el monte en 1994. Hoy trabaja por la reconciliación nacional, pero recibe amenazas todos los días por Internet, por carta, por teléfono y por mensajes por debajo de la puerta de su despacho.

El barrio Ciudad Bolívar lo ocupan varias montañas en el extrarradio de Bogotá. En medio de una extrema situación de subsistencia, traspasada por el miedo, la violencia y las amenazas, viven allí centenares de familias de desplazados que han llegado huyendo desde cualquier esquina del país. Alba Marina, de 40 años, es una líder del barrio. Lleva una Virgen Milagrosa estampada en la camiseta. Llegó aquí en 2001 desde Putumayo porque un día llegaron los de la guerrilla y, según dice, se llevaron a un hermano y al marido y los mataron, luego los dejaron botados en la plaza con dos niños de meses bajo el aguacero como si fueran marranos. "Allí en nuestra tierra teníamos una vaca, ayudábamos al cura y sembrábamos coca. Yo era coquera, ¿por qué lo voy a negar? Gracias a eso pagaba las vacunas". Hoy en Ciudad Bolívar recibe amenazas de los paramilitares porque, con 2.500 desplazados, bajó a Bogotá y tomó el parque Tercer Milenio en señal de protesta por el abandono en que los tiene el Gobierno.

El hijo de la señora Orfilia García traía bestias para la guerrilla allá en Tulima. Ella dice: "Allí si a un guerrillero se le antoja acostarse contigo y te niegas, matan a tu marido por escarmiento. Yo me acosté con uno para salvar a mi hijo. Y si lo tienes como amante, tienes que quedarte o darles un hijo para la guerra, de lo contrario tienes que irte. A veces te obligan a acostarte con toda la cuadrilla". A una mujer que se negó le mataron al marido con 14 tiros y lo tiraron al abismo de la quebrada. La señora Juzlary, de Río Blanco, no se negó a acostarse con un guerrillero. "Si mi marido supiera lo que tuve que hacer para que siguiera vivo... Un día comenzó a sospechar y me dijo: 'Ya sé por dónde va el agua', pero se ve que lo dio por bueno que me acostara con otro hombre con tal de vivir".

En el barrio de Soacha viven algunas madres de los llamados falsos positivos. A los soldados del Ejército se les ofreció un premio en metálico por cada guerrillero que mataban. Sucedió que una cuadrilla de militares comenzó a arramblar jóvenes drogadictos, mendigos, enfermos y elementos llamados desechables extraídos de los bajos fondos, los raptaban, los metían en un camión, los vestían de guerrilleros, los mataban, pasaban al cobro y luego los enterraban en una fosa común en Ocaña. Las madres de estos falsos positivos se han unido para rescatar la dignidad de sus hijos. Cuentan entre lágrimas historias patéticas que encogen el corazón. Adolescentes sacados de la cama con una promesa de trabajo, un disminuido mental raptado en plena calle, otros buscados entre los tugurios de lata y cartón. Dice Maria Julilerma: "Mi hijo Jaine Esteven, de 16 años, trabajaba en una buseta. Se fue a las once, no apareció a las seis de la tarde ni a las nueve. Un día me llamó desde Ocaña. Estoy bien, mamá. Lo mataron. ¿Dónde estará enterrado mi pobre chivito?". Estas madres reciben cada día amenazas de los paramilitares. Los Águilas Negras les mandan avisos escritos con letras mayúsculas: "A veces es mejor el silencio en caso de una desaparición, algo que ustedes no han podido entender de una buena vez por todas, tú eres la siguiente víctima, es mejor que calles todo lo que se ha dicho, tú ya sabes que estamos cerca de ti, así tú no entiendas y quieras jugar con nosotros. No es una amenaza, sino una advertencia. El pajarito vuelve al nido solo".

Al final del viaje, uno devuelve el chaleco de Médicos Sin Fronteras, se quita las botas de agua que han pisado pantanos malolientes, calles llenas de miseria, chabolas de lata, veredas perdidas en la selva, y sólo recuerda el heroísmo, el abandono, el dolor, el miedo y la resistencia de unos seres desplazados, que sufren el destierro en su propio país, pero que no han dejado de luchar hasta la extenuación por la propia dignidad contra un destino aciago."

Testigo del horror. Éste es el séptimo reportaje de la serie con la que 'El País Semanal' y Médicos Sin Fronteras se acercan a los conflictos olvidados. Precedieron a Manuel Vicent Mario Vargas Llosa, Sergio Ramírez, Laura Restrepo, Juan José Millás, John Carlin y Laura Esquivel.

miércoles, 10 de febrero de 2010

Ocho años sin Gobierno

JUAN MANUEL LÓPEZ CABALLERO



"Buen gobernante es quien piensa en las próximas generaciones; el político piensa solo en las próximas elecciones".

En sus ocho años de Presidente el Dr. Uribe se ha obsesionado con una meta única de "acabar con la culebra", olvidando la responsabilidad de lo que es gobernar y relegando cualquier otro tema a un segundo plano. Su trabajo ('trabajar, trabajar, trabajar…') y su liderazgo los ha dedicado a la guerra y no le ha dado tiempo para hacer las grandes reformas del país. No ha utilizado sus capacidades mediáticas y su habilidad política para, con su popularidad y sus incondicionales mayorías en el Congreso, hacer la reforma agraria, o la reforma urbana, o la política, o la regional y local, o la tributaria, o la financiera o la educativa o cualquiera de tantas que requiere el país y que son las que deja un estadista.

El programa de Gobierno que presentó el actual mandatario se olvidó con el fracaso del primer intento de referendo y la no aprobación del TLC. Las propuestas de acabar la politiquería y el clientelismo, de actualizar el sistema judicial, de volver transparente e imponer la meritocracia en la administración pública, de profesionalizar la carrera diplomática etc., desaparecieron y, en sentido contrario, lo que eran defectos pasaron a ser explotados al máximo en busca de las reelecciones que le permitan adelantar su obsesión.

Se ha destacado la corrupción, que se ha multiplicado, y la pérdida de la ética pública que esto implica; pero más grave es que lo que caracterizó el periodo fue la improvisación en todos los campos, sin referencia a ningún modelo o plan de desarrollo o siquiera de administración ordenada, sin timón ni carta de navegación durante ese tiempo.

Ejemplos: el fracaso administrativo en sectores como el transporte (del 'proyecto' de 2.500 kilómetros de carreteras en cuatro años, en 8 años se reivindica haber logrado 'casi el 80%'), que, después de pasar por los escándalos del Invías y del Inco, y directores que en promedio no duraron ni un año, termina por reconocer la necesidad de una infraestructura de troncales para lo cual abre a 'licitaciones' tan atropelladamente que él mismo declara deficientes y/o declara desiertas.

O la incomprensible desidia de no haber producido la reforma al sistema de salud en fallas que se conocían desde hace más de diez años por diagnósticos exhaustivos, y que tuvo que ser ordenada por la Corte Constitucional desde hace más de seis años (sin que hasta hoy se haya cumplido); y terminar declarando una 'emergencia social' mediante la cual, sin cumplir el trámite ordinario por el Congreso y sin concertar con los vinculados al sistema, se crean impuestos para pagar los platos rotos y se busca reestructurar los aspectos financieros pero dejando pendiente en un decreto reglamentario lo que concierne a la atención a la salud propiamente.




O el permanente manipuleo con el sistema tributario, otorgando prebendas, creando paraísos fiscales internos, inventando 'impuestos de paz', aumentando el IVA a varios productos de la canasta familiar mientras se exime a las grandes empresas del pago de más de $9 billones; o explotando desde el consumo del agua hasta los vicios de la población (y a pesar de eso con déficit fiscal creciente).

O la falta de una política internacional consensuada y de Estado, bajo manos inexpertas y ajenas completamente a ese mundo, para terminar en que, por falta de cualquier posición, orientación, o dirección que nazca de nuestro propio gobierno, nuestras relaciones con el exterior las determinan un par de locos: Bush (que hasta a una guerra con Irak nos llevó) o Chávez (que nos tiene al borde de un conflicto porque con bastante razón nos ve como el peón de los americanos).

O el mismo manejo de desarrollo rural, tal vez el único sector donde algo de un modelo existió, pero de un modelo enfrentado a las necesidades de la gente del campo y contrario al desarrollo social que el país requiere (y por supuesto fracasado, con crecimientos todos los años inferiores al promedio nacional y con hechos tan inadmisibles como el AIS o Carimagua).

O en comunicaciones los escándalos y los fracasos de licitaciones del satélite y del tercer canal.

O la frustración de una reforma política, que no entra en vigencia por falta de la ley que la debe desarrollar, que no ataca la intrusión de las amenazas o la corrupción (léase territorios dominados por paramilitarismo o guerrilla, y compra de votos) como era el propósito central, y contra la cual se promulgó la ley de trasfuguismo para poder derogar interinamente lo poco que se había logrado.

O, en cuanto a la Justicia, la falta de una orientación de una política criminal; la prioridad dada a los intereses de la Presidencia sobre aquellos de la Nación (caso de la Fiscalía o la demanda contra el Presidente de la Corte); el uso de la extradición, no se sabe si como instrumento para silenciar a quienes tienen muchas verdades y señalamientos que hacer contra determinados personajes, o si solo porque se da prelación a los intereses de la Justicia de Estados Unidos sobre la nuestra; y un sistema penal que, al tiempo que crea nuevos delitos, por falta de cárceles da libertad a todos los condenados a menos de 32 meses.

O el caso de David Murcia y DMG donde las irregularidades y los peligros existían y habían sido denunciados públicamente en todos los medios, pero solo cuando desafía a Uribe se produce una intervención tardía e improvisada, la cual desapareció los ahorros de 194.000 colombianos, y acabó en un juicio político y mediático que antes de culminar se solucionó con la extradición del sindicado para que se olvide así el asunto.

O respecto al tema mismo que más reivindica el Gobierno: la 'seguridad democrática', que no ha sido más que un eslogan electoral, pero sin contenido conceptual o estratégico conocido. Ha consistido en aumentar indefinidamente los recursos para la guerra (se repiten 'impuestos especiales', se destina ya el 6,5% de los ingresos de la Nación, y se gasta en proporción más que los Estados Unidos con todo y sus guerras alrededor del mundo), y en doblar los efectivos (de 230.000 a 450.000 hombres en armas -tanto como el Brasil que tiene siete veces más población-), mientras se afirma que los guerrilleros caen y caen, pero sin que haya proporción entre ese esfuerzo y costo y el resultado de disminuir la guerrilla activa a razón de 1.000 efectivos por año. Y un manejo mediático de llamar a 'consejos de seguridad' en cada sitio donde se da un ataque, y repetir que no hay conflicto armado, que la 'far' son unos terroristas con quienes no se buscará solución diferente de su exterminio, y ofrecer recompensa tras recompensa a quienes permitan lograr los resultados que las grandes inversiones del Gobierno no logran. Ninguna política respecto a las víctimas de los 'daños colaterales': los dos millones de nuevos desplazados, los más de 2.000 falsos positivos, las más de 29.000 desapariciones forzosas (hoy más de 11 diarias), los otros dos millones de expatriados, los secuestrados y retenidos por la guerrilla atados a la suerte de un conflicto que no tiene perspectiva de finalizar, el aumento vertiginoso del desempleo y subempleo (390.000 y más de 2'000.000, respectivamente en 2009).

Son ocho años de campaña militar y política pero sin gobierno.

miércoles, 3 de febrero de 2010

Los últimos días de La Vorágine



"Durante la segunda semana de febrero, como parte de un proyecto de celebración de La vorágine y como andamiaje para la producción de textos creativos que serán seleccionados para acompañar un libro de fotografías ( sobre "distintas fuentes de agua") en proceso de edición, hemos organizado de la mano de la Biblioteca Nacional un taller (dividido en tres sesiones, gratuito y abierto al público de la ciudad) que tendrá lugar en Bogotá los días 9, 12 y 13 de febrero (martes y viernes 6-8pm - sábado 10am). La inscripción es gratuita y puede hacerse a atraves del mail:aguadelpacifico@gmail.com, informando su experiencia e interés en participar."
La exposición estará abierta hasta el próximo 5 de marzo.