martes, 27 de septiembre de 2016

Pensar en otra cosa

La guerra con las Farc era como una muela con caries, que no mata pero sí obsesiona. Su terminación dará el espacio necesario para entender sus causas profundas, si queremos
Adiós a las armas./Enrique Florez./semana.com



Cuando se acabe esta guerra casi ni nos vamos a dar cuenta. Primero, porque ya llevamos muchos meses sin guerra con las Farc, y no nos hemos dado cuenta. Tan es así que a los periódicos les toca sacar informes sobre lo que no ha sucedido, que es lo contrario de su función: no ha habido muertos, no ha habido secuestros, no ha habido tomas. Y nos sorprendemos: ah, es verdad: no ha habido muertos. Es muy difícil notar lo que no sucede. Así que no va a haber mucha diferencia. Pasar del cese el fuego real al cese el fuego formal no se nota. Aunque es lo más notable que nos ha sucedido en los últimos sesenta años.

A algunos les hará falta la adrenalina de la guerra para sus intereses políticos o económicos, o incluso para sus necesidades fisiológicas. El temperamento adolescente necesita el ejercicio de la violencia. Tendrán el síndrome de abstinencia de los excombatientes. Los violentos notarán una ausencia difusa, una vaga carencia. Los pacíficos no notarán nada. La paz civil no va a estallar, como no estalló tampoco la guerra civil, esta “no declarada” que vivimos en Colombia desde hace más de medio siglo. Tanto el silencio de la paz como el ruido de la guerra son cosas que empiezan a imponerse poco a poco, paulatinamente, insensiblemente. Y solo se perciben conscientemente al cabo de cierto tiempo. 

Será —ya es— como salir de la dentistería después de que a uno le han sacado una muela cariada y dolorosa. En un primer momento —el momento en que ahora estamos— solo se siente el embotamiento de la anestesia en la boca: un sabor entre agrio y ácido, y una cierta dificultad algodonosa para pronunciar palabras. Después, horas después, a veces días, se da uno cuenta de que ya no le duele la muela dañada: se da cuenta de que está pensando en otra cosa. (Dado el modo de ser de este país, pensando en candidaturas presidenciales).

Porque esta guerra sorda que hemos vivido cotidianamente durante sesenta años era como ese sordo dolor de muelas, a veces con espasmos agudísimos, que no nos mataba (a los que no nos mataba), ni destruía el país de manera que saltara a la vista; pero no nos dejaba pensar en otra cosa. Repasen la historia de sus vidas. Los más viejos recordarán la Violencia liberal-conservadora de los años cuarenta, la primera que llamaron oficialmente “guerra civil no declarada”, que se acabó, tan imperceptiblemente como se acaba esta, con los pactos algodonosos y anestésicos del Frente Nacional. Un pacifista de esos años, el dirigente liberal Darío Echandía, nombrado gobernador del Tolima, uno de los departamentos más golpeados por la Violencia, definió la paz deseada con una frase simple: “Que los tolimenses puedan volver a pescar de noche”. Pero a un violento de entonces, el dirigente conservador Álvaro Gómez Hurtado, le entró el síndrome de abstinencia; y con la excusa —y el acicate— de la guerra universal contra el comunismo (tan parecida a la actual contra el terrorismo), se inventó la amenaza de las “repúblicas independientes” comunistas en regiones remotas del campo colombiano. El presidente Guillermo León Valencia, que por ese acto de guerra sería llamado por sus áulicos “el presidente de la paz”, ordenó entonces al ejército la destrucción de la de Marquetalia, que por lo visto era la más temible. Y fueron expulsados a bombazos al otro lado de la cordillera un centenar de campesinos armados y sus familias. Y su jefe, Pedro Antonio Marín, víctima de la pacificación, pasó a convertirse en victimario bajo el nombre de guerra de Manuel Marulanda, Tirofijo.

Así empezó, lenta y casi imperceptiblemente, esta otra guerra que todos hemos vivido: esos campesinos expulsados formaron el núcleo embrionario de las Farc, a la sombra de la Revolución cubana se fundó el ELN, y la guerra fue creciendo, ampliando su ámbito, complicándose, degradándose. Apareció el secuestro. Se multiplicaron los frentes guerrilleros por todo el país. Se militarizó la justicia. Las Farc adoptaron “todas las formas de lucha”. 

Aparecieron las tentativas de paz —y cada vez aparecieron también “los enemigos agazapados de la paz”, y siempre había guerreristas que protestaban públicamente: “¿Para qué hablar de paz, si aquí no hay guerra?” Apareció el narcotráfico. Aparecieron los atentados en las ciudades. Las “pescas milagrosas” en las carreteras. Las voladuras de oleoductos y de torres eléctricas. Aparecieron los grupos narcoparamilitares. Vino el exterminio de la Unión Patriótica. Los secuestros masivos de la guerrilla. El bombardeo del Secretariado de las Farc en su cuartel general de Casa Verde. Poco a poco, golpe a golpe, la guerra crecía. Y aunque en el mundo cambiaban las cosas (se derrumbaba el comunismo y con ello terminaba la Guerra Fría) gracias a la invención de la guerra universal contra la droga y luego con la declaratoria de la guerra universal contra el terrorismo, no faltaban los pretextos para la continuada intervención de los Estados Unidos, que vino a culminar con el Plan Colombia de los presidentes Bill Clinton y Andrés Pastrana: se multiplicó la ayuda militar, se duplicó el ejército, se le armó con helicópteros de combate y bombas inteligentes. Y pudo así darse la ofensiva masiva del gobierno de Álvaro Uribe contra las Farc (ignorando al ELN), que las diezmó y acorraló y permitió que bajo Juan Manuel Santos se iniciaran nuevamente las negociaciones de paz. Esta vez fue el guerrerista Uribe el que salió a protestar: “¡Paz para qué, si aquí no hay guerra!”. 

Porque nunca ha sido una guerra abierta sino una “guerra de baja intensidad”, que es el término que inventaron los estrategas norteamericanos de la Doctrina de Seguridad Nacional para referirse a las operaciones militares de contrainsurgencia en el Tercer Mundo. A diferencia de otras más graves, la colombiana no requería la intervención masiva de tropas extranjeras: bastaba con los llamados “asesores”, que empezaron siendo unas cuantas docenas y fueron aumentando: una escuelita en Juanchaco, una base en Larandia, y así… Pero mirada desde las ciudades, la existencia de la guerra seguía sin notarse mucho. Tan poco se notaba que los adversarios de los acuerdos de paz insistían en negar que la hubiera. Y todavía lo niegan: simple “narcoterrorismo”, llaman a eso. Como llamaron con el nombre neutro de “violencia” a la guerra entre los partidos de los años cuarenta y cincuenta, y “bandoleros” o “chusmeros” a los guerrilleros liberales y después comunistas de los primeros sesenta, y “autodefensas” a los narcoparamilitares de los ochenta y noventa, y “bandas criminales”, o “bacrim”, a esos mismos narcoparamilitares no desmovilizados de los dos mil. Uno de los más perversos vicios nacionales es el nominalismo: a las cosas no se les dan sus nombres verdaderos, para que no se sepa la realidad de lo que pasa. 

Y así esta, que no ha sido una guerra declarada ni abierta, y de la que además se ha dicho que ni siquiera ha existido, ha dejado, sin embargo, y casi sin que se notara, ocho millones de víctimas, entre las cuales hay 220.000 muertos. Soldados, guerrilleros, civiles. Desplazados, despojados, secuestrados, mutilados por las minas quiebrapatas; mujeres violadas, niños reclutados para las guerrillas o las bacrim, o desertores de la escuela de la cual habían previamente desertado los maestros, familias desarraigadas y arrojadas a la miseria. Desplazada en el interior casi una quinta parte de la población del país, y al extranjero otros dos o tres millones de personas. Esta guerra no se ha sentido casi en las ciudades grandes o intermedias, salvo ocasionalmente: por el secuestro de los diputados en el corazón de Cali, la guerra de las comunas en Medellín, la bomba en el Club El Nogal en el norte de Bogotá. Sus efectos sí han sido visibles siempre: en inseguridad, en mendicidad, en criminalidad. Pero estábamos acostumbrados a verlos crecer de modo natural, como crecen las plantas. Nadie oye crecer la hierba. 

Esos efectos, por supuesto, no desaparecen de la noche a la mañana por arte de birlibirloque con los acuerdos firmados entre el gobierno y las guerrillas. Pero dejan de reproducirse. Desaparece su causa inmediata.

Con lo cual nos podemos dedicar a pensar —si queremos— en cómo ocuparnos de sus causas profundas. A pensar en otra cosa. O, si por perversión consuetudinaria del espíritu solo somos capaces de pensar en candidaturas presidenciales, a pensar por lo menos en candidaturas presidenciales que no estén determinadas por la paz o la guerra. Como lo han estado las de hace dos años, seis, diez, catorce, dieciocho, veintidós años.



viernes, 23 de septiembre de 2016

El precio de la paz

 Yo no lo tenía tan claro antes de leer el artículo de Héctor Abad Faciolince. Pero ahora, si fuera colombiano y pudiera votar, yo también votaría por el sí  

Si a la Paz./Fernando Vicente./elpais.com

Los buenos artículos me gustan casi tanto como los buenos libros. Ya sé que no son muy frecuentes, pero ¿no ocurre lo mismo con los libros? Hay que leer muchos hasta encontrar, de pronto, aquella obra maestra que se nos quedará grabada en la memoria, donde irá creciendo con el tiempo. El artículo que Héctor Abad Faciolince publicó en EL PAÍS el 3 de septiembre (Ya no me siento víctima), explicando las razones por las que votará  en el plebiscito en el que los colombianos decidirán si aceptan o rechazan el acuerdo de paz del Gobierno de Santos con las FARC, es una de esas rarezas que ayudan a ver claro donde todo parecía borroso. La impresión que me ha causado me acompañará mucho tiempo.
Abad Faciolince cuenta una trágica historia familiar. Su padre fue asesinado por los paramilitares (él ha volcado aquel drama en un libro memorable: El olvido que seremos) y el marido de su hermana fue secuestrado dos veces por las FARC, para sacarle dinero. La segunda vez, incluso, los comprensivos secuestradores le permitieron pagar su rescate en cómodas cuotas mensuales a lo largo de tres años. Comprensiblemente, este señor votaráno en el plebiscito; “yo no estoy en contra de la paz”, le ha explicado a Héctor, “pero quiero que esos tipos paguen siquiera dos años de cárcel”. Le subleva que el coste de la paz sea la impunidad para quienes cometieron crímenes horrendos de los que fueron víctimas cientos de miles de familias colombianas.

¿Funcionará el acuerdo de paz? La única manera de saberlo es poniéndolo en marcha, haciendo todo lo posible para que lo acordado en La Habana, por difícil que sea para las víctimas y sus familias, abra una era de paz y convivencia entre los colombianos. Así se hizo en Irlanda del Norte, por ejemplo, y los antiguos feroces enemigos de ayer, ahora, en vez de balas y bombas, intercambian razones y descubren que, gracias a esa convivencia que parecía imposible, la vida es más vivible y que, gracias a los acuerdos de paz entre católicos y protestantes, se ha abierto una era de progreso material para el país, algo que, por desgracia, el estúpido
 Brexit amenaza con mandar al diablo. También se hizo del mismo modo en El Salvador y en Guatemala, y desde entonces salvadoreños y guatemaltecos viven en paz.Pero Héctor, en cambio, votará sí.Piensa que, por alto que parezca, hay que pagar ese precio para que, después de más de medio siglo, los colombianos puedan por fin vivir como gentes civilizadas, sin seguirse entrematando. De lo contrario, la guerra continuará de manera indefinida, ensangrentando el país, corrompiendo a sus autoridades, sembrando la inseguridad y la desesperanza en todos los hogares. Porque, luego de más de medio siglo de intentarlo, para él ha quedado demostrado que es un sueño creer que el Estado puede derrotar de manera total a los insurgentes y llevarlos a los tribunales y a la cárcel. El Gobierno de Álvaro Uribe hizo lo imposible por conseguirlo y, aunque logró reducir los efectivos de las FARC a la mitad (de 20.000 a 10.000 hombres en armas), la guerrilla sigue allí, viva y coleando, asesinando, secuestrando, alimentándose del, y alimentando el narcotráfico, y, sobre todo, frustrando el futuro del país. Hay que acabar con esto de una vez.
La revolución de los barbudos sirvió para que millares de jóvenes se sacrificaran inútilmente
El aire del tiempo ya no está para las aventuras guerrilleras que, en los años sesenta, solo sirvieron para llenar América Latina de dictaduras militares sanguinarias y corrompidas hasta los tuétanos. Empeñarse en imitar el modelo cubano, la romántica revolución de los barbudos, sirvió para que millares de jóvenes latinoamericanos se sacrificaran inútilmente y para que la violencia —y la pobreza, por supuesto— se extendiera y causara más estragos que la que los países latinoamericanos arrastraban desde hacía siglos. La lección nos ha ido educando poco a poco y a eso se debe que haya hoy, de un confín a otro de América Latina, unos consensos amplios en favor de la democracia, de la coexistencia pacífica y de la legalidad, es decir, un rechazo casi unánime contra las dictaduras, las rebeliones armadas y las utopías revolucionarias que hunden a los países en la corrupción, la opresión y la ruina (léase Venezuela).
La excepción es Colombia, donde las FARC han demostrado —yo creo que, sobre todo, debido al narcotráfico, fuente inagotable de recursos para proveerlas de armas— una notable capacidad de supervivencia. Se trata de un anacronismo flagrante, pues el modelo revolucionario, el paraíso marxista-leninista, es una entelequia en la que ya creen solo grupúsculos de obtusos ideológicos, ciegos y sordos ante los fracasos del colectivismo despótico, como atestiguan sus dos últimos tenaces supérstites, Cuba y Corea del Norte. Lo sorprendente es que, pese a la violencia política, Colombia sea uno de los países que tiene una de las economías más prósperas en América Latina y donde la guerra civil no ha desmantelado el Estado de derecho y la legalidad, pues las instituciones civiles, mal que mal, siguen funcionando. Y es seguro que un incentivo importante para que operen los acuerdos de paz es el desarrollo económico que, sin duda, traerán consigo, seguramente a corto plazo.
El modelo revolucionario es una entelequia en la que ya creen solo grupúsculos de obtusos ideológicos
Héctor Abad dice que esa perspectiva estimulante justifica que se deje de mirar atrás y se renuncie a una justicia retrospectiva, pues, en caso contrario, la inseguridad y la sangría continuarán sin término. Basta que se sepa la verdad, que los criminales reconozcan sus crímenes, de modo que el horror del pasado no vuelva a repetirse y quede allí, como una pesadilla que el tiempo irá disolviendo hasta desaparecerla. No hay duda que hay un riesgo, pero, ¿cuál es la alternativa? Y, a su excuñado, le hace la siguiente pregunta: “¿No es mejor un país donde tus mismos secuestradores estén libres haciendo política, en vez de un país en que esos mismos tipos estén cerca de tu finca, amenazando a tus hijos, mis sobrinos, y a los hijos de tus hijos, a tus nietos?”.
La respuesta es sí. Yo no lo tenía tan claro antes de leer el artículo de Héctor Abad Faciolince y muchas veces me dije en estas últimas semanas: qué suerte no tener que votar en este plebiscito, pues, la verdad, me sentía tironeado entre el y el no. Pero las razones de este magnífico escritor que es, también, un ciudadano sensato y cabal, me han convencido. Si fuera colombiano y pudiera votar, yo también votaría por el sí.