Lichtenberg era tan hipocondríaco que la única manera que 
encontró para mitigar sus males fue vivir “según la hipótesis” de que 
estaba sano. La frase parece un chiste pero es cierta. El maestro de 
Gotinga hubiera sido uno de los casos de estudio favoritos para Sigmund 
Freud si sus vidas hubieran podido cruzarse. No sucedió: la muerte los 
separó durante décadas. De todos modos, el padre del psicoanálisis fue 
un devoto lector de sus aforismos y resulta que si uno se sumerge en 
esos cuadernos a los que Lichtenberg casi no les daba importancia (un 
obsesivo nato que corregía hasta el texto de los calendarios no se 
preocupaba en corregir estos pensamientos acumulados en cuadernos) 
descubre una mente implacable y hasta podríamos decir un avezado 
humorista. En estos textos se advierte un preciso uso del lenguaje, de 
la paradoja y el cinismo. Freud mismo cita uno de sus chistes: “¿Cómo 
anda usted?”, preguntó el ciego al paralítico. “Como usted ve”, 
respondió el paralítico al ciego. Las palabras, entiende Freud, 
constituyen un material plástico de una gran maleabilidad. Eso también 
lo sabe Slavoj Žižek. Y además sabe que en las autopistas de la 
modernidad, la ideología también circula por las colectoras del humor 
anónimo.
En su libro El sublime objeto de la ideología  (1989), Slavoj Žižek criticaba lo que consideraba un desacierto de Umberto Eco en El nombre de la rosa
 . Al esloveno le perturbaba que en la novela latiera una creencia 
subyacente en la fuerza liberadora y antitotalitaria de la risa, de la 
distancia irónica. Žižek plantea una tesis absolutamente contraria en su
 libro porque considera que en las sociedades contemporáneas, 
democráticas o totalitarias, esa distancia cínica (expuesta en la risa y
 la ironía) es, de algún modo, parte del juego. En Mis chistes, mi filosofía
  (Anagrama) vuelve sobre este tema al referirse a uno de los mitos 
paranoicos que circulaba en la última etapa de los regímenes comunistas:
 que existía un departamento de la policía secreta cuya función era 
inventar y poner en circulación chistes políticos contra el régimen 
porque entendían su función estabilizadora: una posibilidad para que el 
pueblo pudiera desahogarse y mitigar sus frustraciones. Žižek aclara: el
 problema es que los chistes, al parecer, carecen de autor. Allí 
residiría su misterio: son idiosincráticos y reflejan la creatividad del
 lenguaje, pero a la vez son colectivos y parecen surgir de la nada.
En
 esta faceta de Žižek como pensador stand-upero podríamos citar un 
ejemplo. “Un chiste de principios de los años sesenta nos transmite 
perfectamente la paradoja de las creencias que se dan por supuestas”, 
entiende Žižek. Y dice: después de que Yuri Gagarin, el primer 
cosmonauta, lleva a cabo su viaje al espacio, es recibido por Nikita 
Kruschev, el secretario general del Partido Comunista, al que le dice, 
de manera confidencial: “¿Sabe, camarada, que allí arriba, en el 
espacio, vi el cielo, con Dios y los ángeles? ¡El cristianismo tenía 
razón!” Kruschev le responde en un susurro: “¡Lo sé, lo sé, pero no diga
 nada, no se lo cuente a nadie!”. A la semana siguiente, Gagarin visita 
el Vaticano y es recibido por el Papa, al que le confiesa: “Sabe, Santo 
Padre, he estado en el cielo, y no he visto ni a Dios ni a los 
ángeles...” “Lo sé, lo sé”, lo interrumpe el Papa, “¡pero no diga nada, 
no se lo cuente a nadie!” En este catálogo desordenado de chistes, Žižek
 retoma las categorías que Freud plantea en “El chiste y su relación con
 el inconsciente” pero más que nada se concentra en lo que Freud, en su 
artículo, trata con cierto desdén: de esos chistes tendenciosos. 
Filosofía, política, cultura y religión son los pilares desde donde se 
construye la rutina de stand up de Žižek y sus autores varían y retoma 
ideas de Hegel, Lacan, Freud o Kierkegaard. A partir de analogías y 
variaciones, Žižek encuentra en los chistes un material sustancioso que a
 veces (no digo siempre) desaprovecha. Podría criticarse que Mis chistes, mi filosofía
  parece un libro escrito a desgano, carente de un trabajo sistemático 
sobre el objeto, como meras anotaciones para un libro futuro. Y lo más 
problemático: por momentos no tiene gracia.
De todos modos, cada 
tanto el autor consigue, partir de un chiste, para observar una realidad
 y pensar en ella. Ocurre con un viejo chiste de la difunta República 
Democrática Alemana, en el que un obrero alemán consigue un trabajo en 
Siberia. Sabiendo que todo su correo será leído por los censores, les 
dice a sus amigos: “Acordemos un código en clave: si les llega una carta
 mía escrita en tinta azul, lo que cuenta es cierto; si está escrita en 
rojo, es falso. Al cabo de un mes, los amigos reciben la primera carta y
 está escrita en azul. Dice: “Aquí todo es maravilloso: las tiendas 
están llenas, la comida es abundante, los apartamentos son grandes y con
 buena calefacción, en los cines pasan películas de Occidente y hay 
muchas chicas guapas dispuestas a tener un romance. Lo único que no se 
puede conseguir es tinta roja.” Žižek se pregunta si no es ésta nuestra 
situación. “Contamos con todas las libertades que queremos; lo único que
 nos falta es la tinta roja: nos sentimos libres porque carecemos del 
lenguaje para expresar nuestra falta de libertad. Lo que esta carencia 
de tinta roja significa, para Žižek, es que hoy en día todas las 
principales expresiones que utilizamos para designar el presente 
conflicto –guerra contra el terror, democracia y libertad, derechos 
humanos– son falsas, enturbian nuestra percepción de las cosas en lugar 
de permitirnos pensar en ellas. La tarea que se nos plantea hoy en día 
es darles a los manifestantes tinta roja.” “No es broma sino la pura 
verdad que antes de la Revolución los perros de cacería del rey de 
Francia tenían mejor salario que los miembros de la Nueva Biblioteca de 
Bellas Artes”, escribió Lichtenberg. Se entiende. Un mundo absurdo 
encuentra su reflejo en el humor. Y en el núcleo se transpira ideología.
 Eso encuentra Žižek en este libro, que no será el mejor ni el último y 
hasta quizá sólo sea una broma eslovena. Terminemos mejor con palabras 
de Lichtenberg: “Que el hombre es el ser supremo también se deduce de 
que ningún otro ha tratado de refutarlo.”
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