Hoy eso suena como un mal chiste, porque ni siquiera los uribistas más acérrimos pueden negar que el gobierno de los últimos ocho años fue, con distancia, el más politiquero y corrupto de la historia colombiana. Los votantes uribistas miran para otro lado, citan los muy reales logros militares en la guerra contra la guerrilla y siguen de largo, pero no pueden afirmar sin ponerse colorados que la política en la era Uribe haya sido honesta. La verdad es que los ocho años de Uribe han devuelto el país a la cultura del atajo, ese conjunto de manías y perversiones del cual parecía que habíamos salido, o comenzábamos a salir, al empezar el siglo.
No sé si ustedes se acuerden de esos años, pero a mí me parecían casi inverosímiles: después de décadas en que, como dice García Márquez en Noticia de un secuestro, prosperó la idea de que el cumplimiento de la ley es el mayor obstáculo para la felicidad, durante un brevísimo tiempo flotó en el aire la fantasía de que esa conducta, la del todo vale, la del fin que justifica los medios, se podía dejar atrás. Y aunque ésta no es (necesariamente) una columna de propaganda verde, hay que ser ciego o malintencionado para no aceptar que Mockus tuvo mucho que ver en ese breve cambio de paradigma: su alcaldía puso de moda la idea del respeto, el que se le debe al erario público pero también al peatón. En un país que se había acostumbrado a admirar el fraude y el ventajismo, de repente pareció que eso ya no era admirable. O no tanto como antes, por lo menos.
Uribe borró esa ética incipiente de un plumazo. Ningún presidente ha sido más atajista (me perdonarán el neologismo) que el de estos ocho años; ningún presidente ha promovido de manera más abierta la idea de que la ley es condicional: se cumple si no incomoda. Si la ley molesta, si las normas democráticas estorban, pues se quitan de en medio. Así con la Constitución, los topes electorales, la separación de Iglesia y Estado, la separación de los poderes, las libertades civiles, el derecho de los ciudadanos a no ser espiados. En la Colombia de antes, la ley era para los de ruana; en la Colombia de Uribe, la ley es para el que no tenga más remedio. Todo vale: para aprobar una reforma, para sacar adelante un trámite, para conseguir una estadística. El atajismo (perdón otra vez) ha definido a Uribe.
Todo forma parte, por supuesto, de un malentendido que ha hecho mucho daño a Latinoamérica: la idea de la democracia como un lugar perfecto que está allá, al final del camino. La tarea de un gobierno sería entonces llevarnos allá lo antes posible, no importa cuántos semáforos nos saltemos. Pero la democracia no es el destino, sino el proceso. La democracia es lo que hace un gobierno todos los días cuando permite de mil maneras que uno no se sienta cursi o ingenuo al usar, como lo he hecho yo, la palabra honestidad al hablar de política. Eso es lo que el uribismo ha perdido de vista en estos ocho años, convencido como estaba de que Uribe nos llevaría allá, a ese lugar. Ahora se sorprenden de que no hayamos llegado todavía. Y tenemos que preguntarnos entre todos: ¿valía la pena tanto atajo para no llegar a ningún lado?
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Juan Gabriel Vásquez
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