La
noche del 15 de septiembre de 1982, las milicias falangistas del Líbano
se adentraron en los campamentos de refugiados palestinos de Sabra y
Chatila, asesinando al menos a 2.400 civiles, según datos de la Cruz
Roja Internacional. Algunos estiman que el número real de víctimas se
eleva hasta 3.500 o tal vez más. La operación se realizó con la
colaboración del ejército israelí, que acordonó la zona durante 40 horas
y proporcionó iluminación nocturna con potentes bengalas arrojadas
desde azoteas y helicópteros. Con el pretexto de localizar a fedayines
de la OLP, se cometió una verdadera masacre, que incluyó violaciones,
torturas y mutilaciones. Casi todas las víctimas eran ancianos, mujeres y
niños o adolescentes armados con escopetas de perdigones. La Asamblea
General de Naciones Unidas calificó la matanza de genocidio.
Algunos
testigos presenciales aseguran que el ejército israelí también
participó en los crímenes y no se limitó a proporcionar apoyo logístico a
las milicias cristianas que pretendían vengar la muerte de Bashir
Gemayel. Treinta años después, las víctimas aún esperan justicia. Elie
Hobeika, comandante en jefe de las Fuerzas Libanesas y uno de los
responsables directos de la matanza, y Ariel Sharon, Ministro de Defensa
israelí e instigador de los hechos, continuaron con sus carreras
políticas, sin responder de sus actos ante ningún tribunal.
La
afluencia de palestinos al Líbano desde la guerra de 1948 no tardó en
despertar la hostilidad de los católicos maronitas, que contemplaron su
presencia como una amenaza, pues los refugiados introducían un
desequilibrio demográfico favorable a la población musulmana. Fundado
en 1936 por Pierre Gemayel, el Partido de las Falanges Libanesas se
convirtió en el principal adversario de los palestinos. Inspirado en
los principios doctrinales de la Falange Española y el fascismo
italiano, no dudó en colaborar con Israel cuando los combatientes de la
OLP comenzaron a instalarse en el sur del Líbano. Bashir Gemayel, hijo del fundador, crea las Fuerzas Libanesas,
una organización paramilitar que el 13 de abril de 1975 tirotea a un
autobús de línea, causando la muerte de 27 pasajeros palestinos. Se
inicia una espiral de violencia que causará bajas en los dos bandos. El
sábado 6 de diciembre aparecen los cadáveres de cuatro falangistas
abandonados en un auto en la zona este de Beirut. Los católicos
maronitas responsabilizan a los fedayines palestinos y a los morabitun,
milicianos libaneses nacionalistas de ideología naserista. Los
falangistas lanzan una incursión sobre los distritos de mayoría
palestina y nacionalista, disparando de forma indiscriminada contra la
multitud. Después, establecen varios puntos de control y exigen a los
transeúntes sus tarjetas de identificación. Todos los palestinos y
musulmanes que caen en sus manos son asesinados en el acto. Se calcula
que en dos horas pierden la vida cerca de 600 personas.
El 18 de enero de 1976 se produce una nueva matanza. Las milicias
cristianas se internan esta vez en el distrito de Karantina, habitado
fundamentalmente por palestinos, sirios y kurdos. Se habla de al menos
1.500 víctimas. Familias enteras son exterminadas en una orgía de sangre, que incluye torturas y mutilaciones. La fotógrafa francesa Fançoise Demulder
logró que un miliciano tolerara su presencia. Contempló sobrecogida
cómo mataba a mujeres, niños y ancianos, sin titubear ni experimentar
remordimientos. Oculto bajo un pasamontañas, tal vez deseaba que
circularan testimonios gráficos del horror desatado. El miedo es una
poderosa arma política. De repente, aparece una anciana palestina con un
pañuelo en la cabeza y los brazos extendidos, suplicando clemencia
mientras su marido huye con sus nietos sobre un fondo de casas
incendiadas. La fotografía obtuvo el premio World Press Photo, convirtiendo a Demulder en la primera mujer que obtenía ese galardón.
La
respuesta de la OLP y sus aliados sirios consistió en atacar el 20 de
enero la ciudad cristiana de Damour, asesinado a 582 civiles y a una
veintena de milicianos cristianos. Entre los caídos, se encontraban
familiares del líder falangista Elie Hobeika, que años más tarde
aplacaría su sed de venganza organizando y ejecutando el genocidio de
Sabra y Chatila. Implicado en numerosos asesinatos y delitos, Hobeika
ocuparía más adelante varias carteras ministeriales en el gobierno de
Omar Karami. Un coche bomba pondría fin a su carrera el 24 de enero
de 2002. Pocos días antes había declarado su propósito de testificar
ante un tribunal de Bruselas contra Ariel Sharon por su responsabilidad
directa en la masacre de Sabra y Chatila. La corte había admitido
una denuncia contra el entonces Primer Ministro israelí, esgrimiendo que
los crímenes contra la humanidad están sujetos a la jurisdicción
internacional y son competencia de cualquier tribunal. En una entrevista
con los periodistas belgas Josy Dubié y Vincent Quickenborne, Hobeika
afirmó que poseía pruebas de que la matanza la perpetró el Ejército del
Sur del Líbano al mando del general Saad Haddad y no las Fuerzas
Libanesas. El Ejército del Sur del Líbano era una milicia cristiana
creada por Israel para proteger su frontera norte. No movían un dedo sin
consultar con Tel Aviv. Aunque la muerte de Hobeika se atribuyó al
servicio secreto sirio, nunca se disipó la sospecha de que Sharon
hubiera ordenado eliminar a un viejo aliado dispuesto a revelar datos
que le incriminaban de forma inequívoca en la masacre de Sabra y Chatila.
No hay que olvidar que Sharon ya había participado en otros crímenes de
la misma naturaleza. Bajo su mando, la Unidad 101 asaltó el pueblo
jordano de Qibya y mató a 69 personas, la mayoría mujeres y niños.
Las
milicias falangistas actuaban bajo las órdenes de Bashir Gemayel, un
hombre violento e implacable apoyado por Israel y Estados Unidos.
Bashir se convirtió en presidente del Líbano el 23 de agosto de 1982. Se
presentó como único candidato en unas elecciones mediatizadas por la
violencia y sin observadores internacionales. Poco después, se
entrevista con el Primer Ministro Menahem Begin en Nahayira, prometiendo
establecer relaciones diplomáticas con el Estado de Israel, pero
solicita el plazo de un año para normalizar sus relaciones con los
países árabes, especialmente Arabia Saudí. Dos semanas más tarde,
estalla una bomba en la sede del Partido de las Falanges Libanesas,
provocando su muerte y la de 26 correligionarios. Se acusó a Habib
Shartouni, un cristiano maronita del Partido Nacional Socialista de
Siria, pero muchos apuntan al Mosad. El Estado de Israel ya no confiaba
en Bashir, pues temía que pactara con sus vecinos árabes y, además,
buscaba un pretexto para ocupar Beirut Oeste, el sector bajo control
nacionalista libanés y palestino, con mayoría de habitantes musulmanes. A
pesar de haber prometido a Estados Unidos y a Yasser Arafat que no
invadirían la zona, el gobierno israelí siempre consideró que la
"Operación Paz para Galilea" sería un fracaso sin la ocupación de Beirut
Oeste.
Los
falangistas manifestaron de inmediato su deseo de vengar la muerte de
Bashir Gemayel, atribuyendo la responsabilidad del atentado a los
palestinos y a los libaneses naseristas. Al mando de Elie Hobeika y
bajo la supervisión de Rafael Eitan, jefe del Estado Mayor israelí, se
concentraron en el Aeropuerto Internacional de Beirut. Hacia las seis de
la tarde, la primera unidad de las milicias cristianas penetró en los
campamentos de Sabra y Chatila, armados con pistolas, fusiles, hachas y
cuchillos. Durante 40 horas, se cometieron las peores atrocidades. Los
periodistas Ignacio Cembrero y Ettore Mo entraron en los campamentos
poco después de la matanza. Cembrero relata sus primeras impresiones:
“No sé muy bien por qué, pero entramos en Chatila por su lado más
terrible. De sopetón el olor del aire cambió. El hedor era insoportable.
Ahí, a mi derecha, yacían los cuerpos amontonados de decenas de
mujeres y niños, muchos de ellos bebés, tirados en el suelo. Les habían
matado disparándoles o acribillados a navajazos. Antes de morir las
madres habían intentado salvar a sus hijos. De ahí que algunos bebés
estuviesen sepultados bajo el cuerpo de su progenitora o incrustados
entre sus pechos como para que no pudiesen ver el horror. […] Los
cadáveres se descomponían bajo un sol de justicia y nubes de moscas.
Recuerdo que conté más de sesenta cadáveres aunque el número total de
muertos rondaría finalmente los dos mil, según las estimaciones más
fidedignas. Eran casi todas mujeres algunas, las más jóvenes, con las
faldas levantadas o desnudas de cintura para abajo porque probablemente
habían sido violadas. Tapándonos la nariz nos adentramos por
alguna callejuela del campamento con las paredes salpicadas de sangre y
ahí sí que encontramos a un puñado de hombres, muertos, la mayoría
ancianos. También sorteamos el cuerpo de algún burro despanzurrado. La
Organización para la Liberación de Palestina (OLP) había cumplido su
acuerdo con Israel y unas semanas antes había retirado de Beirut, por
mar, a sus últimos combatientes. Por eso ningún miliciano armado
custodiaba la entrada a los campamentos y solo un puñado de jóvenes
ofrecieron resistencia armada a los agresores”. Ettore Mo, periodista veterano y corresponsal del Corriere della Sera,
no pudo contener las lágrimas. Se habían desplazado hasta el lugar en
taxi. El conductor se mostraba cada vez más nervioso. “Los que han hecho
esto pueden volver”, repetía con ojos de miedo. En ese momento,
apareció una mujer palestina, con la cara desfigurada por el pánico.
Pedía a gritos que la sacaran de allí. “¿Pueden llevarme a un sitio
donde no me maten?”, gimoteaba. A los pocos minutos, el taxi se alejaba
de Sabra y Chatila, con los dos periodistas y la mujer, que se mesaba
los cabellos y lloraba sin parar.
En su libro Sabra y Chatila: Investigación sobre una matanza,
el periodista israelí Amnon Kapeliouk reproduce una conversación
telefónica entre el general Amir Drori y Ariel Sharon, pocas horas antes
de la masacre. “Nuestros amigos avanzan en los campamentos. Hemos
coordinado su entrada”, informó Drori, que había dirigido la ocupación
de Beirut. “Enhorabuena, la operación de nuestros amigos ha sido
aprobada”, le respondió Sharon. No está de más recordar que entre las
víctimas había nueve mujeres judías casadas con palestinos. El 19 de
septiembre, Ignacio Cembrero regresó a los campamentos. Los voluntarios
de la Cruz Roja Internacional y los funcionarios de UNICEF recogían los
cadáveres e intentaban identificarlos en presencia de algunos refugiados
palestinos que se habían atrevido a volver a sus hogares, casi siempre
saqueados e incendiados por los falangistas. Cembrero se acercó hasta la
embajada de Kuwait, un edificio de seis plantas situado a unos 250
metros de los campamentos. El ejército israelí seguía ocupando la
azotea. Desde allí, habían contemplado los asesinatos y escuchado los
gritos. Los testigos aseguraban que lanzaron bengalas durante la noche,
consiguiendo que el campamento se iluminara con la misma intensidad de
un estadio de fútbol. Mirna Mugitehian, enfermera de Cruz Roja
Internacional, declaró que los cadáveres mostraban signos de tortura y
espantosas mutilaciones. “A los hombres les cortaron las manos y los
pies y a las mujeres los pechos”.
Las
presiones internacionales obligaron a las autoridades israelíes a
realizar una investigación. Se creó una comisión dirigida por Isaac
Kahan, presidente del Tribunal Supremo, que en febrero de 1983 publicó
su informe, acusando a las milicias cristianas de la masacre y
reprobando la “grave negligencia” de Ariel Sharon. En las conclusiones,
recomendaban su dimisión. Sharon abandonó su cargo como Ministro de
Defensa, pero continuó en el gobierno, ocupando diferentes carteras
ministeriales. En 2001, se convirtió en Primer Ministro, sin que su
pasado al frente de la guerra sucia desanimara al electorado, que le
eligió por su perfil de hombre duro e inexorable. Rafael Eitan siguió en
su puesto de jefe de Estado Mayor. La Comisión Kahan le exculpó de
cualquier grado de responsabilidad. Menahem Begin, que en ese momento
era el Primer Ministro israelí, declaró: “En Chatila no judíos mataron a
no judíos, ¿qué tenemos nosotros que ver con eso?” En 1978, Begin
obtuvo el Premio Nobel de la Paz por los Acuerdos de Camp David firmados
con el presidente egipcio Anwar el Sadat. Es inevitable experimentar
estupefacción al recordar la trayectoria de Begin, líder del Irgun,
una organización paramilitar sionista con una largo historial de
acciones sangrientas e indiscriminadas. Entre sus crímenes, hay que
incluir el atentado contra el Hotel Rey David, que el 22 de julio de 1946 causó 91 víctimas morales (17 de ellas judías), y la masacre de Deir Yassim, donde el 9 de abril de 1948 el Irgun mató a 120 civiles palestinos, casi todos ancianos, mujeres y niños.
En la actualidad, Sabra y Chatila no han mejorado sus condiciones de vida.
Sucias, embarradas y llenas de basura, sus calles –angostas y sinuosas-
carecen de nombre y no responden a ningún plan urbanístico. Los cables
eléctricos cuelgan de azoteas y fachadas, junto con la ropa –a veces
simples harapos de distintos colores. El suministro de agua y
electricidad nunca está garantizado, pues las canalizaciones son
precarias y de mala calidad. El tráfico de motocicletas y coches viejos
es caótico y no está regulado por ninguna señal. Los tenderetes de fruta
y comida no respetan ninguna norma sanitaria. Las viviendas son
estrechas e insalubres. Muchos niños no están escolarizados y corretean
por las calles descalzos y con el pelo enredado. En Chatila, algo más de 7.000 personas se hacinan en dos kilómetros cuadrados.
Los palestinos conviven con libaneses muy pobres, sin que se produzcan
incidentes. Una vez en semana se levanta un mercadillo, que se extiende
hasta el cementerio donde yacen las víctimas de sucesivas matanzas. En
el exterior, pocos recuerdan que en 1985 las milicias chiíes de Amal
asesinaron a 400 refugiados palestinos. En el cementerio, no se respeta
la prohibición islámica de enterrar juntos a hombres y mujeres, pues
apenas hay espacio. En septiembre de 2002, el periodista francés Pierre Péan
visitó Sabra y Chatila y pudo comprobar que “el tiempo no ha lavado
nada”. Se repiten hasta la náusea los relatos de “niños degollados o
empalados, hombres mutilados con hachas y mujeres embarazadas
destripadas”.
Pierre
Peán recogió los testimonios de varios supervivientes. Um Chawki, de 52
años, perdió a diecisiete miembros de su familia, incluidos su marido y
su hijo de doce años. Desalojada de su casa por los falangistas,
afirma que les acompañaban tres soldados israelíes. Su vivienda estaba
en el barrio de Bir Hassán. Les obligaron a trasladarse al campamento de
refugiados de Chatila. Separada de los hombres, les hicieron caminar
por la carretera hasta la ciudad deportiva. A los lados, había otras
mujeres que lloraban y chillaban mientras contaban que habían matado a
todos los hombres. Al atardecer, Um logró huir con sus hijas. Los
soldados israelíes les permitieron abandonar el perímetro. Actuaban de
forma arbitraria, facilitando el paso a unos y negándoselo a otros. Dejó
a sus hijas en la escuela de un barrio cercano y regresó a Chatila de
madrugada. Acompañada de otra mujer, que había perdido a toda su
familia, se aproximaron al barrio de Orsal, donde se amontonaban los
cadáveres. “Estaban irreconocibles. Tenían la cara deformada, estaban
hinchados... Vi 28 cadáveres de una misma familia libanesa, dos de los cuales eran de dos mujeres con el vientre destripado...
Intenté localizar las ropas de mi hijo y de mi marido. Busqué durante
todo el día. Volví al día siguiente... No reconocí a ningún cadáver de
la gente de Bir Hassán”. Nunca halló los restos de su marido y su hijo.
En su ausencia, una de sus hijas fue violada por un grupo de falangistas
en retirada. “Pienso en lo que sucedió día y noche. He criado sola a
mis hijos... Me vi obligada a mendigar. No lo olvidaré nunca. Quiero
vengar todo lo ocurrido. Mi corazón está de luto. Es negro, como el
color de mi vestido. Contaré lo que vi a mis hijos y a mis nietos”.
Pierre
Péan también escuchó la versión de la señora Balkis, una mujer de unos
cuarenta años, según la cual los falangistas actuaban de forma
coordinada con los soldados israelíes. “La matanza empezó el jueves por
la tarde, hacia las cinco y medio. No podíamos creer lo que estaba
sucediendo... Había muchos cadáveres en las calles. Muchachas con las
manos atadas. Viviendas destruidas. Tanques, probablemente israelíes”. La
señora Balkis afirma que los israelíes supervisaban la matanza. Aunque
no llevaban uniforme, se les identificaba porque se comunicaban en
hebreo por medio de walkie-talkies. Kemla Mhanna, una mujer libanesa
al frente de una tienda de comestibles en el barrio Orsal, confirma la
presencia de soldados israelíes, colaborando estrechamente con las
milicias falangistas: “Toda la gente de nuestro barrio que se quedó fue
asesinada. La mayoría era libanesa. Cuando regresé, había un montón de
cuerpos apilados. Al lado de mi casa, un palestino estaba colgado de un gancho de carnicero, abierto en canal como un cordero.
Vi como en una gran fosa ponían una primera capa de cadáveres y luego
echaban arena, y volvían a poner otra capa de cadáveres y así una y otra
vez... También vi a otro libanés del barrio Orsal, Hamad Camas, uno de
los pocos supervivientes de la matanza de este barrio. Estaba en un
refugio cuando llegaron dos israelíes en un jeep y 7 u 8 soldados.
Estoy segura de que aquellos soldados eran israelíes porque llevaban
uniformes israelíes y hablaban mal el árabe. Los soldados nos
pidieron que saliéramos del refugio, mientras nos insultaban. Me
ordenaron que dejara al niño que llevaba en los brazos y que me pusiera
en la fila como los demás. Uno de ellos, que hablaba bien el árabe,
registró a todo el mundo y cogió el dinero de uno de los hombres, y
luego nos dispararon. Yo sólo estaba herida en la cabeza y en un muslo,
bajo un montón de cadáveres. Hubo 23 muertos... Me escondí en un refugio
durante toda la noche. Cuando llegó la madrugada, había un fuerte hedor
a cadáver por todas partes”.
Los
trabajadores del Hospital Gaza, donde se cometieron numerosos
asesinatos, corroboraron al poco de la masacre la implicación del
ejército israelí. Se trataba de voluntarios ingleses, noruegos, suecos,
finlandeses, alemanes, irlandeses y norteamericanos. No parece creíble
que se todos se confabularan para urdir una mentira. El Hospital Gaza
sufrió graves daños y no volvió a abrir sus puertas. Pocos años más
tarde, fue demolido y no se construyó ninguno en su lugar. El
escritor libanés Elias Khoury señala que el recuerdo de la Shoah
contribuye a fomentar la impunidad del gobierno israelí en su campaña de
hostigamiento contra los palestinos. La magnitud del exterminio
orquestado por los nazis convierte la tragedia de Sabra y Chatila en un
dato marginal. Es un ejemplo de cinismo, pues la Shoah no es un
pasaporte en blanco para un gobierno que infringe sistemáticamente la
legalidad internacional. Hace unos años, un grupo de supervivientes
de los campos de exterminio nazis se manifestó en Tel Aviv para quejarse
de las miserables pensiones asignadas por el Estado. Su precariedad
revela que el gobierno israelí explota un espantoso drama para
justificar su política, mientras se desentiende de las víctimas de
Hitler y sus aliados. Acusar de antisemitismo a los que denuncian los
crímenes del Estado de Israel sólo es un ejercicio de oportunismo, donde
se hace un uso ilegítimo de la memoria histórica, estableciendo odiosas
distinciones entre las víctimas.
El escritor francés Jean Genet se hallaba en el Líbano cuando se produjo la masacre de Sabra y Chatila.
Autor marginal y con un pasado doloroso, que incluía estancias en
reformatorios y prisiones por robo, prostitución y escándalo público, su
conciencia política se gestó en las protestas de estudiantes y
trabajadores durante el Mayo del 68. Comprometido con los más débiles y
vulnerables, apoyó a las Panteras Negras y a la causa palestina,
justificando la estrategia de la lucha armada. No se limitó a escribir
artículos. Pasó una temporada en Estados Unidos para solidarizarse con
Huey Newton, líder de las Panteras Negras, acusado de matar a un policía
en un tiroteo, y convivió con los fedayines palestinos en sus
campamentos de Jordania y el Líbano entre 1970 y 1972. A las pocas horas
de la matanza, penetró en Chatila. Los cadáveres aún se hallaban
amontonados o dispersos por las callejuelas. Escribió un testimonio
sobrecogedor que tituló Cuatro horas en Chatila, donde
narra sus impresiones: “De un lado al otro de una calle, doblados o
arqueados, los pies empujando una pared y la cabeza apoyada en la otra,
los cadáveres, negros e hinchados, que debía franquear eran todos
palestinos y libaneses. Para mí, como para el resto de la población que
quedaba, deambular por Chatila y Sabra se parecía al juego de la pídola.
Un niño muerto puede a veces bloquear una calle, son tan estrechas, tan angostas, y los muertos tan cuantiosos.
[…] El primer cadáver que vi era el de un hombre de unos cincuenta o
sesenta años. Habría tenido una corona de cabellos blancos si una herida
(un hachazo, me pareció) no le hubiera abierto el cráneo. Una parte
ennegrecida del cerebro estaba en el suelo, junto a la cabeza. Todo el
cuerpo estaba tumbado sobre un charco de sangre, negro y coagulado. El
cinturón estaba desabrochado, el pantalón se sujetaba por un solo botón.
Las piernas y los pies del muerto estaban desnudos, negros, violetas y
malvas: ¿quizá fue sorprendido por la noche o a la aurora?, ¿huía?
Estaba tumbado en una callejuela inmediatamente a la derecha de la
entrada del campo de Chatila que está frente a la embajada de Kuwait. ¿Cómo
los israelíes, soldados y oficiales, pretenden no haber oído nada, no
haberse dado cuenta de nada si ocupaban este edificio desde el miércoles
por la mañana? ¿Es que se masacró en Chatila entre susurros o en
silencio total?”
Un libanés le explica que los israelíes encargaron el trabajo sucio a las milicias cristianas. “Los marines americanos, los paracas franceses y los bersaglieri
italianos que constituían la fuerza de interposición del Líbano, se han
marchado un día o treinta seis horas antes de su partida oficial, como
si huyeran, en la víspera del asesinato de Bashir Gemayel, ¿se equivocan
acaso los palestinos al preguntarse si americanos, franceses e
italianos habían sido advertidos de que hacía falta largarse para no
verse involucrados en la explosión de los milicianos? Se han ido muy
rápido y muy pronto. Israel se jacta y presume de su eficacia en el
combate, de la preparación de sus compromisos, de su habilidad para
aprovechar las circunstancias. Veamos: la OLP deja Beirut gloriosamente,
en un navío griego, con una escolta naval. Bashir, escondiéndose como
puede, visita a Begin en Israel. La intervención de los tres Ejércitos
(americano, francés, italiano) cesa el lunes. El martes Bashir es
asesinado. El Tsahal entra en Beirut Oeste el miércoles por la
mañana. Como viniendo del puerto, los soldados israelíes suben hacia
Beirut la mañana del entierro de Bashir. Desde el octavo piso de mi
casa, con unos gemelos, los vi llegar en fila india: una sola fila. Me
extrañé de que no pasase nada puesto que un buen fusil de mira
telescópica debería haberlos abatido a todos. Su ferocidad los
precedía”.
Un
escritor libanes le comenta a Genet que la masacre había sido
cuidadosamente preparada por los israelíes. “Israel se había
comprometido ante el representante americano, Habib, a no poner los pies
en Beirut Oeste y sobre todo a respetar las poblaciones palestinas de
los campos de refugiados. Arafat tiene todavía la carta en la que Reagan
le promete lo mismo. Habib habría prometido a Arafat la liberación de
nueve mil presos en Israel. El jueves empiezan las matanzas de Chatila y
Sabra. ¡El “baño de sangre” que Israel pretendía evitar aportando orden
a los campos!”. Un testigo habló con Genet y se lamentó de la
complicidad de los medios de comunicación occidentales: “Será muy
fácil para Israel librarse de todas las acusaciones. Ya los periodistas
de todos los periódicos europeos se ocupan de excusarlos: ninguno dirá
que durante las noches del jueves al viernes y del viernes al sábado se
hablaba hebreo en Chatila”.
Poco
después, Genet se encuentra con el cadáver de una anciana palestina:
“Estaba tumbada de espaldas, depositada o dejada sobre sillares,
ladrillos, barras de hierro torcidas, sin confort. Antes de nada me
sorprendí por una extraña trenza de cuerda y tela que iba de una muñeca a
la otra, manteniendo así los dos brazos abiertos en horizontal,
crucificados. La cara negra e hinchada, levantada hacia el cielo,
mostraba una boca abierta, negra de moscas, con dientes que me
resultaron muy blancos, una cara que parecía, sin que un músculo se
moviese, o bien hacer muecas o bien sonreír o proferir un alarido
silencioso e ininterrumpido. Sus medias eran de lana negra; el vestido
de flores rosas y grises, ligeramente remangado o demasiado corto, no lo
sé, dejaba ver lo alto de las pantorrillas negras e hinchadas, siempre
con delicados tintes semejantes al malva y al violeta de las mejillas.
¿Eran hematomas o el efecto natural de la putrefacción al sol?” Un
superviviente se dirige a Genet y le pide que mire las manos de la
mujer. “No me había fijado –admite el escritor-. Los dedos de las dos
manos estaban desplegados en abanico y los diez estaban cortados con una
cizalla de jardinero. Los soldados, riendo como niños y cantando
alegremente, se habían divertido descubriendo esta cizalla y
utilizándola. Las puntas de los dedos, las falanges con la uña, yacían
en el polvo. El hombre joven que me mostraba, con naturalidad, sin
ningún énfasis, el suplicio de los muertos, recubrió tranquilamente con
una tela la cara y las manos de la mujer palestina, y con un cartón
rugoso sus piernas. Yo ya no distinguía más que un montón de telas rosas
y grises sobrevolado por moscas”. Después de contemplar varias pilas de
cadáveres, Gente se pregunta si habrá suficientes planchas y tablas
para los ataúdes. “Pero, ¿para qué ataúdes? Los muertos y muertas eran
todos musulmanes que se envuelven en sudarios. ¿Cuántos metros de tela
harán falta para amortajar a tantos muertos? ¿Cuántas oraciones? Lo que
faltaba en este lugar, me di cuenta, era la salmodia de las oraciones”.
Pocos después, aparece un hombre cabizbajo. “Soy el enterrador. Han
bombardeado el cementerio. Todos los huesos de los muertos están al
descubierto. Necesito ayuda para recoger los huesos”.
Un
profesor libanés insiste en la responsabilidad del gobierno israelí:
“Acusamos a Israel de las masacres de Chatila y Sabra. No carguemos
estos crímenes sobre la espalda de sus sicarios, las milicias
cristianas. Israel es culpable de haber introducido en los campos dos
compañías de falangistas, de haber dado las órdenes, de haberlos animado
tres días y tres noches, de haberlos pertrechado, de haberles dado de
beber y de comer, de haber iluminado el campo por la noche”. Genet
menciona una vez más el sufrimiento de las víctimas: “La soledad de
los muertos, en los campos de Chatila, era más sensible porque tenían
gestos y poses de las que no se habían preocupado. Muertos de cualquier
forma. Muertos abandonados. No obstante, en el campo, a nuestro
alrededor, flotaban todos los afectos, las ternuras, los amores en busca
de palestinos que ya no responderán”. Un superviviente se pregunta:
“ ¿Cómo comunicárselo a los parientes que se han ido con Arafat
confiando en la promesa de Reagan, de Mitterrand, de Pertini, de no
tocar a las poblaciones civiles de los campos? ¿Cómo decir que han
dejado masacrar a los niños, a los ancianos, a las mujeres, y abandonado
los cadáveres sin oraciones? ¿Cómo informarles de que se ignora dónde
están enterrados?”.
Algunos
se preguntan qué ganaba Israel con la masacre de Sabra y Chatila. Genet
señala que los muertos son un mensaje de advertencia que incita a la
desmovilización y el éxodo hacia otros países árabes. Antes de abandonar
Chatila, el escritor descubre entre dos muertos “un objeto muy vivo,
intacto en esa carnicería, de rosa un translúcido, que todavía podía
servir: la pierna artificial, aparentemente de plástico, calzada con un
zapato negro y un calcetín gris. Mirando mejor, estaba claro que la
habían arrancado brutalmente de la pierna amputada, ya que las correas
que habitualmente la sujetaban al muslo estaban todas rotas”. Jean
Genet murió el 15 de abril de 1986 a causa de un cáncer de garganta. Se
le echa de menos, particularmente en una época donde los intelectuales
han desertado de sus obligaciones, adoptando una actitud de vergonzosa
colaboración con el poder político y financiero.
Desde
su nacimiento, el Estado de Israel ha incumplido todas las resoluciones
de Naciones Unidas, especialmente la 181, que reconoce el derecho a la
proclamación de un Estado Palestino Independiente, y la 242, que condena
la ocupación en 1967 de Gaza, Cisjordania, Jerusalén Este y los altos
del Golán. Los acuerdos de Oslo firmados en 1993 establecían que no se
crearían nuevas colonias en las zonas ocupadas, pero los asentamientos
han continuado, con una actitud cada vez más agresiva y desafiante. La
OLP (Organización para la Liberación de Palestina) reconoció el Estado
de Israel y renunció al retorno de los refugiados (711.000 en 1948;
actualmente, cuatro millones). A cambio obtuvieron la posibilidad de
administrar civilmente la Franja de Gaza y Cisjordania mediante una
organización autónoma llamada Autoridad Nacional Palestina.
Posteriormente, la división de los palestinos en dos bandos ha
debilitado su capacidad negociadora. Hamás controla la Franja de Gaza y
Al-Fatah Cisjordania. Después de soportar un duro cerco israelí en
Ramala, Arafat murió en París en 2004 de aparente enfermedad, pero desde
el principio se apuntó la posibilidad de un envenenamiento organizado y
ejecutado por el servicio secreto israelí. Un tribunal francés ha
considerado que la sospecha no es infundada y ha autorizado la
exhumación del cadáver, que se llevará a cabo el próximo 26 de
noviembre. Mientras tanto, el Estado de Israel mantiene su política de
aislar las ciudades palestinas con infames muros (el de Cisjordania ha
sido condenado por Naciones Unidas en una resolución no vinculante) e
incontables controles, prohibiendo la exportación de sus productos
agrícolas y destruyendo sus vías de comunicación con el exterior. En
2001, bombardeó hasta inutilizar las pistas del Aeropuerto Internacional
Yasser Arafat, construido con dinero español. Durante la Operación
Plomo Fundido (2008-2009), mató a casi 1.500 palestinos, 960 civiles y
288 menores de dieciocho años. Asimismo, borró del mapa 34 mezquitas y
causó graves daños en 168. Muchos se preguntaron qué habría sucedido
si Hamás hubiera destruido 34 sinagogas. Las Fuerzas Aéreas israelíes
utilizaron fósforo blanco y bombas de fragmentación sobre una población
donde los menores representan el 58%. Entre los objetivos destruidos, se
hallaba el mercado de frutas de Gaza, donde murieron decenas de civiles
y varios centenares sufrieron gravísimas heridas.
Las
autoridades israelíes nunca han interrumpido su campaña de asesinatos
selectivos y demoliciones de viviendas, un castigo particularmente cruel
aplicado a las familias de los activistas. Las matanzas no han
desparecido. En abril de 2002, el Tsahal atacó el campamento de
refugiados palestinos de Jenín, alegando que su objetivo era la
liquidación de presuntos terroristas. Aunque el número de víctimas
aún está por determinar, pues las autoridades israelíes han impedido la
presencia de investigadores en el lugar de los hechos, Human Rights
Watch y Amnistía Internacional, acusaron al Estado de Israel de crímenes
de guerra, responsabilizándole de homicidios ilegales, trato degradante
a los detenidos, torturas y detenciones arbitrarias, uso
desproporcionado de la fuerza, uso de escudos humanos, bloqueo y ataques
a la asistencia médica, bloqueo en el suministro de agua y alimentos,
destrucción de infraestructuras civiles y de propiedades privadas sin
ningún interés militar. El Consejo de Seguridad de Naciones Unidas
corroboró estas violaciones del Derecho Internacional, pero nadie fue
juzgado por los hechos.
Al
margen de las acciones militares, el bloqueo impuesto a la Franja de
Gaza está afectando gravemente a la salud de sus habitantes. Según el
médico noruego Mads Gilbert, que lleva trabajando muchos años en la zona
como voluntario, “a consecuencia del bloqueo israelí hay una anemia
generalizada entre los niños y las mujeres debido a la malnutrición y la
pobreza. La atrofia, según el cual un niño es más de dos
desviaciones estándar más bajo de lo que debería ser, está aumentando
rápidamente. En 2006, aproximadamente el 13.5% de los niños la padecían.
En 2009 la padecen el 31.4% de los niños menores de dos años. Dicho de
otra manera, uno de cada tres niños o niñas está menos desarrollado de
lo que debería estar. Y la atrofia no solo afecta al crecimiento,
también afecta al desarrollo del cerebro y a la capacidad para aprender.
Es una consecuencia directa de la malnutrición. Recordemos que no la ha
provocado la sequía o un desastre natural, sino un falta deliberada y
creada por el hombre de comida y de agua, impuesta, planeada y ejecutada
minuciosamente en cada detalle por el gobierno israelí. Incluso han
calculado cuántas calorías deben permitir entrar en Gaza para evitar la
inanición total y “simplemente” provocar malnutrición hasta que esta
llegue bajo el radar de las violaciones de los derechos humanos. De
forma similar, se han destruido las plantas para limpiar el agua y las
estaciones de bombeo del alcantarillado y de las aguas residuales, y no
se han reparado porque no se permite la entrada de piezas de repuesto
debido al bloqueo. Las piezas de repuesto llevan dos años en la frontera
sin que se permita su entrada en Gaza. También están retenidos
contenedores donados por la ONU y Japón para depositar residuos sólidos.
En vez de ello, 280 conductores de carros tirados por burros se
encargan de recoger manualmente la basura de los 600.000 habitantes de
la ciudad de Gaza que, por supuesto, debería tener un sistema moderno.
Además, no hay carburante para las estaciones de bombeo de agua. Los
cortes de electricidad pueden durar 18 horas al día y la falta de
carburante para las estaciones de bombeo de agua significa que el 50% de
la población de Gaza recibe agua solo de seis a ocho horas al día cada
cuatro días. Así pues, ¿por qué Israel no deja a los palestinos tener
agua limpia ni les permite limpiar las aguas residuales? ¿Por qué no les
permiten recoger sus residuos sólidos? Está claro que Israel quiere
hacer que la vida de la comunidad palestina sea lo más difícil posible
para quebrar su resistencia, para humillarlos y conquistarlos”.
El
treinta aniversario de la masacre de Sabra y Chatila pasó
desapercibido. Ahora todas las miradas están pendientes de la crisis
económica que amenaza con hundir en la miseria y el subdesarrollo a los
países del Sur de Europa. El sufrimiento empuja a los pueblos hacia el
ensimismamiento, pero no debería ser así, pues el dolor ajeno se
comprende con más facilidad cuando se experimenta en las propias carnes.
Nadie se escapará de la crisis. Francia es el siguiente país en la
lista de damnificados y Alemania ya comienza a apreciar los efectos de
la Depresión (hablar de Recesión a estas alturas sería ridículo). Sólo
la solidaridad internacional puede hacer frente a este nuevo capítulo de
la guerra de clases, donde una reducida oligarquía financiera intenta
despojar a la mayoría de sus derechos laborales, educativos y
sanitarios. Los suicidios provocados por el desempleo y los desahucios
deberían ser interpretados como la consecuencia más dramática de un
genocidio económico. En esta hora, todos deberíamos sentirnos
palestinos, pues la pobreza y el desarraigo ya están entre nosotros. Su
larga tradición de resistencia debería servirnos de inspiración. Sus dos
intifadas son un ejemplo de coraje y sacrificio. Cerca de 6.000
palestinos perdieron la vida, pero su conciencia como pueblo se
fortaleció y su dignidad superó las pruebas más difíciles, acentuándose
con el recuerdo de la sangre inocente derramada. Tal vez la mejor
forma de honrar a las víctimas de Sabra y Chatila sea arrojar una piedra
contra los símbolos de la economía capitalista. Es lo que hizo el
intelectual palestino Edward Said el 2 de julio de 2000. A pesar de su
elogio del pacifismo, Said no pudo resistió la tentación de lanzar una
piedra a los soldados israelíes en la frontera entre Israel y el Líbano.
Con 64 años y la salud muy deteriorada por la leucemia, Said explicó su
reacción como “un gesto simbólico de irreflexiva alegría”, que
celebraba la retirada israelí. Por unos momentos, el profesor
universitario, amante de la música y partidario de la no violencia, se
convirtió en un activista. Tal vez recordó una de sus propias frases:
“Me dirán que la política se ocupa de lo posible, no de lo deseable. No
estoy de acuerdo en absoluto”. Ataviado con una gorra de visera,
gafas de sol y una camisa blanca, Said sonríe en la famosa fotografía.
Quizás su “alegría irreflexiva” deba interpretarse en realidad como un
sentimiento de liberación. Al parecer, apuntó a un tanque. Creo que
todos nos sentiríamos más libres si imitáramos de vez en cuando su
gesto. Nos enfrentamos a gigantes, pero enseñarles que a veces es
posible golpearles y llevar el sufrimiento a las puertas de sus hogares,
les revelaría que un pueblo en lucha puede convertirse en una marea
incontenible.
RAFAEL NARBONA
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