martes, 13 de noviembre de 2012

LA MASACRE DE SABRA Y CHATILA


La noche del 15 de septiembre de 1982, las milicias falangistas del Líbano se adentraron en los campamentos de refugiados palestinos de Sabra y Chatila, asesinando al menos a 2.400 civiles, según datos de la Cruz Roja Internacional. Algunos estiman que el número real de víctimas se eleva hasta 3.500 o tal vez más. La operación se realizó con la colaboración del ejército israelí, que acordonó la zona durante 40 horas y proporcionó iluminación nocturna con potentes bengalas arrojadas desde azoteas y helicópteros. Con el pretexto de localizar a fedayines de la OLP, se cometió una verdadera masacre, que incluyó violaciones, torturas y mutilaciones. Casi todas las víctimas eran ancianos, mujeres y niños o adolescentes armados con escopetas de perdigones. La Asamblea General de Naciones Unidas calificó la matanza de genocidio.

Algunos testigos presenciales aseguran que el ejército israelí también participó en los crímenes y no se limitó a proporcionar apoyo logístico a las milicias cristianas que pretendían vengar la muerte de Bashir Gemayel. Treinta años después, las víctimas aún esperan justicia. Elie Hobeika, comandante en jefe de las Fuerzas Libanesas y uno de los responsables directos de la matanza, y Ariel Sharon, Ministro de Defensa israelí e instigador de los hechos, continuaron con sus carreras políticas, sin responder de sus actos ante ningún tribunal. 



La afluencia de palestinos al Líbano desde la guerra de 1948 no tardó en despertar la hostilidad de los católicos maronitas, que contemplaron su presencia como una amenaza, pues los refugiados introducían un desequilibrio demográfico favorable a la población musulmana. Fundado en 1936 por Pierre Gemayel, el Partido de las Falanges Libanesas se convirtió en el principal adversario de los palestinos. Inspirado en los principios doctrinales de la Falange Española y el fascismo italiano, no dudó en colaborar con Israel cuando los combatientes de la OLP comenzaron a instalarse en el sur del Líbano. Bashir Gemayel, hijo del fundador, crea las Fuerzas Libanesas, una organización paramilitar que el 13 de abril de 1975 tirotea a un autobús de línea, causando la muerte de 27 pasajeros palestinos. Se inicia una espiral de violencia que causará bajas en los dos bandos. El sábado 6 de diciembre aparecen los cadáveres de cuatro falangistas abandonados en un auto en la zona este de Beirut. Los católicos maronitas responsabilizan a los fedayines palestinos y a los morabitun, milicianos libaneses nacionalistas de ideología naserista. Los falangistas lanzan una incursión sobre los distritos de mayoría palestina y nacionalista, disparando de forma indiscriminada contra la multitud. Después, establecen varios puntos de control y exigen a los transeúntes sus tarjetas de identificación. Todos los palestinos y musulmanes que caen en sus manos son asesinados en el acto. Se calcula que en dos horas pierden la vida cerca de 600 personas.




El 18 de enero de 1976 se produce una nueva matanza. Las milicias cristianas se internan esta vez en el distrito de Karantina, habitado fundamentalmente por palestinos, sirios y kurdos. Se habla de al menos 1.500 víctimas. Familias enteras son exterminadas en una orgía de sangre, que incluye torturas y mutilaciones. La fotógrafa francesa Fançoise Demulder logró que un miliciano tolerara su presencia. Contempló sobrecogida cómo mataba a mujeres, niños y ancianos, sin titubear ni experimentar remordimientos. Oculto bajo un pasamontañas, tal vez deseaba que circularan testimonios gráficos del horror desatado. El miedo es una poderosa arma política. De repente, aparece una anciana palestina con un pañuelo en la cabeza y los brazos extendidos, suplicando clemencia mientras su marido huye con sus nietos sobre un fondo de casas incendiadas. La fotografía obtuvo el premio World Press Photo, convirtiendo a Demulder en la primera mujer que obtenía ese galardón


La respuesta de la OLP y sus aliados sirios consistió en atacar el 20 de enero la ciudad cristiana de Damour, asesinado a 582 civiles y a una veintena de milicianos cristianos. Entre los caídos, se encontraban familiares del líder falangista Elie Hobeika, que años más tarde aplacaría su sed de venganza organizando y ejecutando el genocidio de Sabra y Chatila. Implicado en numerosos asesinatos y delitos, Hobeika ocuparía más adelante varias carteras ministeriales en el gobierno de Omar Karami. Un coche bomba pondría fin a su carrera el 24 de enero de 2002. Pocos días antes había declarado su propósito de testificar ante un tribunal de Bruselas contra Ariel Sharon por su responsabilidad directa en la masacre de Sabra y Chatila. La corte había admitido una denuncia contra el entonces Primer Ministro israelí, esgrimiendo que los crímenes contra la humanidad están sujetos a la jurisdicción internacional y son competencia de cualquier tribunal. En una entrevista con los periodistas belgas Josy Dubié y Vincent Quickenborne, Hobeika afirmó que poseía pruebas de que la matanza la perpetró el Ejército del Sur del Líbano al mando del general Saad Haddad y no las Fuerzas Libanesas. El Ejército del Sur del Líbano era una milicia cristiana creada por Israel para proteger su frontera norte. No movían un dedo sin consultar con Tel Aviv. Aunque la muerte de Hobeika se atribuyó al servicio secreto sirio, nunca se disipó la sospecha de que Sharon hubiera ordenado eliminar a un viejo aliado dispuesto a revelar datos que le incriminaban de forma inequívoca en la masacre de Sabra y Chatila. No hay que olvidar que Sharon ya había participado en otros crímenes de la misma naturaleza. Bajo su mando, la Unidad 101 asaltó el pueblo jordano de Qibya y mató a 69 personas, la mayoría mujeres y niños.


Las milicias falangistas actuaban bajo las órdenes de Bashir Gemayel, un hombre violento e implacable apoyado por Israel y Estados Unidos. Bashir se convirtió en presidente del Líbano el 23 de agosto de 1982. Se presentó como único candidato en unas elecciones mediatizadas por la violencia y sin observadores internacionales. Poco después, se entrevista con el Primer Ministro Menahem Begin en Nahayira, prometiendo establecer relaciones diplomáticas con el Estado de Israel, pero solicita el plazo de un año para normalizar sus relaciones con los países árabes, especialmente Arabia Saudí. Dos semanas más tarde, estalla una bomba en la sede del Partido de las Falanges Libanesas, provocando su muerte y la de 26 correligionarios. Se acusó a Habib Shartouni, un cristiano maronita del Partido Nacional Socialista de Siria, pero muchos apuntan al Mosad. El Estado de Israel ya no confiaba en Bashir, pues temía que pactara con sus vecinos árabes y, además, buscaba un pretexto para ocupar Beirut Oeste, el sector bajo control nacionalista libanés y palestino, con mayoría de habitantes musulmanes. A pesar de haber prometido a Estados Unidos y a Yasser Arafat que no invadirían la zona, el gobierno israelí siempre consideró que la "Operación Paz para Galilea" sería un fracaso sin la ocupación de Beirut Oeste.


Los falangistas manifestaron de inmediato su deseo de vengar la muerte de Bashir Gemayel, atribuyendo la responsabilidad del atentado a los palestinos y a los libaneses naseristas. Al mando de Elie Hobeika y bajo la supervisión de Rafael Eitan, jefe del Estado Mayor israelí, se concentraron en el Aeropuerto Internacional de Beirut. Hacia las seis de la tarde, la primera unidad de las milicias cristianas penetró en los campamentos de Sabra y Chatila, armados con pistolas, fusiles, hachas y cuchillos. Durante 40 horas, se cometieron las peores atrocidades. Los periodistas Ignacio Cembrero y Ettore Mo entraron en los campamentos poco después de la matanza. Cembrero relata sus primeras impresiones: “No sé muy bien por qué, pero entramos en Chatila por su lado más terrible. De sopetón el olor del aire cambió. El hedor era insoportable. Ahí, a mi derecha, yacían los cuerpos amontonados de decenas de mujeres y niños, muchos de ellos bebés, tirados en el suelo. Les habían matado disparándoles o acribillados a navajazos. Antes de morir las madres habían intentado salvar a sus hijos. De ahí que algunos bebés estuviesen sepultados bajo el cuerpo de su progenitora o incrustados entre sus pechos como para que no pudiesen ver el horror. […] Los cadáveres se descomponían bajo un sol de justicia y nubes de moscas. Recuerdo que conté más de sesenta cadáveres aunque el número total de muertos rondaría finalmente los dos mil, según las estimaciones más fidedignas. Eran casi todas mujeres algunas, las más jóvenes, con las faldas levantadas o desnudas de cintura para abajo porque probablemente habían sido violadas. Tapándonos la nariz nos adentramos por alguna callejuela del campamento con las paredes salpicadas de sangre y ahí sí que encontramos a un puñado de hombres, muertos, la mayoría ancianos. También sorteamos el cuerpo de algún burro despanzurrado. La Organización para la Liberación de Palestina (OLP) había cumplido su acuerdo con Israel y unas semanas antes había retirado de Beirut, por mar, a sus últimos combatientes. Por eso ningún miliciano armado custodiaba la entrada a los campamentos y solo un puñado de jóvenes ofrecieron resistencia armada a los agresores”. Ettore Mo, periodista veterano y corresponsal del Corriere della Sera, no pudo contener las lágrimas. Se habían desplazado hasta el lugar en taxi. El conductor se mostraba cada vez más nervioso. “Los que han hecho esto pueden volver”, repetía con ojos de miedo. En ese momento, apareció una mujer palestina, con la cara desfigurada por el pánico. Pedía a gritos que la sacaran de allí. “¿Pueden llevarme a un sitio donde no me maten?”, gimoteaba. A los pocos minutos, el taxi se alejaba de Sabra y Chatila, con los dos periodistas y la mujer, que se mesaba los cabellos y lloraba sin parar.


En su libro Sabra y Chatila: Investigación sobre una matanza, el periodista israelí Amnon Kapeliouk reproduce una conversación telefónica entre el general Amir Drori y Ariel Sharon, pocas horas antes de la masacre. “Nuestros amigos avanzan en los campamentos. Hemos coordinado su entrada”, informó Drori, que había dirigido la ocupación de Beirut. “Enhorabuena, la operación de nuestros amigos ha sido aprobada”, le respondió Sharon. No está de más recordar que entre las víctimas había nueve mujeres judías casadas con palestinos. El 19 de septiembre, Ignacio Cembrero regresó a los campamentos. Los voluntarios de la Cruz Roja Internacional y los funcionarios de UNICEF recogían los cadáveres e intentaban identificarlos en presencia de algunos refugiados palestinos que se habían atrevido a volver a sus hogares, casi siempre saqueados e incendiados por los falangistas. Cembrero se acercó hasta la embajada de Kuwait, un edificio de seis plantas situado a unos 250 metros de los campamentos. El ejército israelí seguía ocupando la azotea. Desde allí, habían contemplado los asesinatos y escuchado los gritos. Los testigos aseguraban que lanzaron bengalas durante la noche, consiguiendo que el campamento se iluminara con la misma intensidad de un estadio de fútbol. Mirna Mugitehian, enfermera de Cruz Roja Internacional, declaró que los cadáveres mostraban signos de tortura y espantosas mutilaciones. “A los hombres les cortaron las manos y los pies y a las mujeres los pechos”.


Las presiones internacionales obligaron a las autoridades israelíes a realizar una investigación. Se creó una comisión dirigida por Isaac Kahan, presidente del Tribunal Supremo, que en febrero de 1983 publicó su informe, acusando a las milicias cristianas de la masacre y reprobando la “grave negligencia” de Ariel Sharon. En las conclusiones, recomendaban su dimisión. Sharon abandonó su cargo como Ministro de Defensa, pero continuó en el gobierno, ocupando diferentes carteras ministeriales. En 2001, se convirtió en Primer Ministro, sin que su pasado al frente de la guerra sucia desanimara al electorado, que le eligió por su perfil de hombre duro e inexorable. Rafael Eitan siguió en su puesto de jefe de Estado Mayor. La Comisión Kahan le exculpó de cualquier grado de responsabilidad. Menahem Begin, que en ese momento era el Primer Ministro israelí, declaró: “En Chatila no judíos mataron a no judíos, ¿qué tenemos nosotros que ver con eso?” En 1978, Begin obtuvo el Premio Nobel de la Paz por los Acuerdos de Camp David firmados con el presidente egipcio Anwar el Sadat. Es inevitable experimentar estupefacción al recordar la trayectoria de Begin, líder del Irgun, una organización paramilitar sionista con una largo historial de acciones sangrientas e indiscriminadas. Entre sus crímenes, hay que incluir el atentado contra el Hotel Rey David, que el 22 de julio de 1946 causó 91 víctimas morales (17 de ellas judías), y la masacre de Deir Yassim, donde el 9 de abril de 1948 el Irgun mató a 120 civiles palestinos, casi todos ancianos, mujeres y niños.


En la actualidad, Sabra y Chatila no han mejorado sus condiciones de vida. Sucias, embarradas y llenas de basura, sus calles –angostas y sinuosas- carecen de nombre y no responden a ningún plan urbanístico. Los cables eléctricos cuelgan de azoteas y fachadas, junto con la ropa –a veces simples harapos de distintos colores. El suministro de agua y electricidad nunca está garantizado, pues las canalizaciones son precarias y de mala calidad. El tráfico de motocicletas y coches viejos es caótico y no está regulado por ninguna señal. Los tenderetes de fruta y comida no respetan ninguna norma sanitaria. Las viviendas son estrechas e insalubres. Muchos niños no están escolarizados y corretean por las calles descalzos y con el pelo enredado. En Chatila, algo más de 7.000 personas se hacinan en dos kilómetros cuadrados. Los palestinos conviven con libaneses muy pobres, sin que se produzcan incidentes. Una vez en semana se levanta un mercadillo, que se extiende hasta el cementerio donde yacen las víctimas de sucesivas matanzas. En el exterior, pocos recuerdan que en 1985 las milicias chiíes de Amal asesinaron a 400 refugiados palestinos. En el cementerio, no se respeta la prohibición islámica de enterrar juntos a hombres y mujeres, pues apenas hay espacio. En septiembre de 2002, el periodista francés Pierre Péan visitó Sabra y Chatila y pudo comprobar que “el tiempo no ha lavado nada”. Se repiten hasta la náusea los relatos de “niños degollados o empalados, hombres mutilados con hachas y mujeres embarazadas destripadas”.


Pierre Peán recogió los testimonios de varios supervivientes. Um Chawki, de 52 años, perdió a diecisiete miembros de su familia, incluidos su marido y su hijo de doce años. Desalojada de su casa por los falangistas, afirma que les acompañaban tres soldados israelíes. Su vivienda estaba en el barrio de Bir Hassán. Les obligaron a trasladarse al campamento de refugiados de Chatila. Separada de los hombres, les hicieron caminar por la carretera hasta la ciudad deportiva. A los lados, había otras mujeres que lloraban y chillaban mientras contaban que habían matado a todos los hombres. Al atardecer, Um logró huir con sus hijas. Los soldados israelíes les permitieron abandonar el perímetro. Actuaban de forma arbitraria, facilitando el paso a unos y negándoselo a otros. Dejó a sus hijas en la escuela de un barrio cercano y regresó a Chatila de madrugada. Acompañada de otra mujer, que había perdido a toda su familia, se aproximaron al barrio de Orsal, donde se amontonaban los cadáveres. “Estaban irreconocibles. Tenían la cara deformada, estaban hinchados... Vi 28 cadáveres de una misma familia libanesa, dos de los cuales eran de dos mujeres con el vientre destripado... Intenté localizar las ropas de mi hijo y de mi marido. Busqué durante todo el día. Volví al día siguiente... No reconocí a ningún cadáver de la gente de Bir Hassán”. Nunca halló los restos de su marido y su hijo. En su ausencia, una de sus hijas fue violada por un grupo de falangistas en retirada. “Pienso en lo que sucedió día y noche. He criado sola a mis hijos... Me vi obligada a mendigar. No lo olvidaré nunca. Quiero vengar todo lo ocurrido. Mi corazón está de luto. Es negro, como el color de mi vestido. Contaré lo que vi a mis hijos y a mis nietos”.


Pierre Péan también escuchó la versión de la señora Balkis, una mujer de unos cuarenta años, según la cual los falangistas actuaban de forma coordinada con los soldados israelíes. “La matanza empezó el jueves por la tarde, hacia las cinco y medio. No podíamos creer lo que estaba sucediendo... Había muchos cadáveres en las calles. Muchachas con las manos atadas. Viviendas destruidas. Tanques, probablemente israelíes”. La señora Balkis afirma que los israelíes supervisaban la matanza. Aunque no llevaban uniforme, se les identificaba porque se comunicaban en hebreo por medio de walkie-talkies. Kemla Mhanna, una mujer libanesa al frente de una tienda de comestibles en el barrio Orsal, confirma la presencia de soldados israelíes, colaborando estrechamente con las milicias falangistas: “Toda la gente de nuestro barrio que se quedó fue asesinada. La mayoría era libanesa. Cuando regresé, había un montón de cuerpos apilados. Al lado de mi casa, un palestino estaba colgado de un gancho de carnicero, abierto en canal como un cordero. Vi como en una gran fosa ponían una primera capa de cadáveres y luego echaban arena, y volvían a poner otra capa de cadáveres y así una y otra vez... También vi a otro libanés del barrio Orsal, Hamad Camas, uno de los pocos supervivientes de la matanza de este barrio. Estaba en un refugio cuando llegaron dos israelíes en un jeep y 7 u 8 soldados. Estoy segura de que aquellos soldados eran israelíes porque llevaban uniformes israelíes y hablaban mal el árabe. Los soldados nos pidieron que saliéramos del refugio, mientras nos insultaban. Me ordenaron que dejara al niño que llevaba en los brazos y que me pusiera en la fila como los demás. Uno de ellos, que hablaba bien el árabe, registró a todo el mundo y cogió el dinero de uno de los hombres, y luego nos dispararon. Yo sólo estaba herida en la cabeza y en un muslo, bajo un montón de cadáveres. Hubo 23 muertos... Me escondí en un refugio durante toda la noche. Cuando llegó la madrugada, había un fuerte hedor a cadáver por todas partes”.


Los trabajadores del Hospital Gaza, donde se cometieron numerosos asesinatos, corroboraron al poco de la masacre la implicación del ejército israelí. Se trataba de voluntarios ingleses, noruegos, suecos, finlandeses, alemanes, irlandeses y norteamericanos. No parece creíble que se todos se confabularan para urdir una mentira. El Hospital Gaza sufrió graves daños y no volvió a abrir sus puertas. Pocos años más tarde, fue demolido y no se construyó ninguno en su lugar. El escritor libanés Elias Khoury señala que el recuerdo de la Shoah contribuye a fomentar la impunidad del gobierno israelí en su campaña de hostigamiento contra los palestinos. La magnitud del exterminio orquestado por los nazis convierte la tragedia de Sabra y Chatila en un dato marginal. Es un ejemplo de cinismo, pues la Shoah no es un pasaporte en blanco para un gobierno que infringe sistemáticamente la legalidad internacional. Hace unos años, un grupo de supervivientes de los campos de exterminio nazis se manifestó en Tel Aviv para quejarse de las miserables pensiones asignadas por el Estado. Su precariedad revela que el gobierno israelí explota un espantoso drama para justificar su política, mientras se desentiende de las víctimas de Hitler y sus aliados. Acusar de antisemitismo a los que denuncian los crímenes del Estado de Israel sólo es un ejercicio de oportunismo, donde se hace un uso ilegítimo de la memoria histórica, estableciendo odiosas distinciones entre las víctimas.


El escritor francés Jean Genet se hallaba en el Líbano cuando se produjo la masacre de Sabra y Chatila. Autor marginal y con un pasado doloroso, que incluía estancias en reformatorios y prisiones por robo, prostitución y escándalo público, su conciencia política se gestó en las protestas de estudiantes y trabajadores durante el Mayo del 68. Comprometido con los más débiles y vulnerables, apoyó a las Panteras Negras y a la causa palestina, justificando la estrategia de la lucha armada. No se limitó a escribir artículos. Pasó una temporada en Estados Unidos para solidarizarse con Huey Newton, líder de las Panteras Negras, acusado de matar a un policía en un tiroteo, y convivió con los fedayines palestinos en sus campamentos de Jordania y el Líbano entre 1970 y 1972. A las pocas horas de la matanza, penetró en Chatila. Los cadáveres aún se hallaban amontonados o dispersos por las callejuelas. Escribió un testimonio sobrecogedor que tituló Cuatro horas en Chatila, donde narra sus impresiones: “De un lado al otro de una calle, doblados o arqueados, los pies empujando una pared y la cabeza apoyada en la otra, los cadáveres, negros e hinchados, que debía franquear eran todos palestinos y libaneses. Para mí, como para el resto de la población que quedaba, deambular por Chatila y Sabra se parecía al juego de la pídola. Un niño muerto puede a veces bloquear una calle, son tan estrechas, tan angostas, y los muertos tan cuantiosos. […] El primer cadáver que vi era el de un hombre de unos cincuenta o sesenta años. Habría tenido una corona de cabellos blancos si una herida (un hachazo, me pareció) no le hubiera abierto el cráneo. Una parte ennegrecida del cerebro estaba en el suelo, junto a la cabeza. Todo el cuerpo estaba tumbado sobre un charco de sangre, negro y coagulado. El cinturón estaba desabrochado, el pantalón se sujetaba por un solo botón. Las piernas y los pies del muerto estaban desnudos, negros, violetas y malvas: ¿quizá fue sorprendido por la noche o a la aurora?, ¿huía? Estaba tumbado en una callejuela inmediatamente a la derecha de la entrada del campo de Chatila que está frente a la embajada de Kuwait. ¿Cómo los israelíes, soldados y oficiales, pretenden no haber oído nada, no haberse dado cuenta de nada si ocupaban este edificio desde el miércoles por la mañana? ¿Es que se masacró en Chatila entre susurros o en silencio total?


Un libanés le explica que los israelíes encargaron el trabajo sucio a las milicias cristianas. “Los marines americanos, los paracas franceses y los bersaglieri italianos que constituían la fuerza de interposición del Líbano, se han marchado un día o treinta seis horas antes de su partida oficial, como si huyeran, en la víspera del asesinato de Bashir Gemayel, ¿se equivocan acaso los palestinos al preguntarse si americanos, franceses e italianos habían sido advertidos de que hacía falta largarse para no verse involucrados en la explosión de los milicianos? Se han ido muy rápido y muy pronto. Israel se jacta y presume de su eficacia en el combate, de la preparación de sus compromisos, de su habilidad para aprovechar las circunstancias. Veamos: la OLP deja Beirut gloriosamente, en un navío griego, con una escolta naval. Bashir, escondiéndose como puede, visita a Begin en Israel. La intervención de los tres Ejércitos (americano, francés, italiano) cesa el lunes. El martes Bashir es asesinado. El Tsahal entra en Beirut Oeste el miércoles por la mañana. Como viniendo del puerto, los soldados israelíes suben hacia Beirut la mañana del entierro de Bashir. Desde el octavo piso de mi casa, con unos gemelos, los vi llegar en fila india: una sola fila. Me extrañé de que no pasase nada puesto que un buen fusil de mira telescópica debería haberlos abatido a todos. Su ferocidad los precedía”.


Un escritor libanes le comenta a Genet que la masacre había sido cuidadosamente preparada por los israelíes. “Israel se había comprometido ante el representante americano, Habib, a no poner los pies en Beirut Oeste y sobre todo a respetar las poblaciones palestinas de los campos de refugiados. Arafat tiene todavía la carta en la que Reagan le promete lo mismo. Habib habría prometido a Arafat la liberación de nueve mil presos en Israel. El jueves empiezan las matanzas de Chatila y Sabra. ¡El “baño de sangre” que Israel pretendía evitar aportando orden a los campos!”. Un testigo habló con Genet y se lamentó de la complicidad de los medios de comunicación occidentales: “Será muy fácil para Israel librarse de todas las acusaciones. Ya los periodistas de todos los periódicos europeos se ocupan de excusarlos: ninguno dirá que durante las noches del jueves al viernes y del viernes al sábado se hablaba hebreo en Chatila”.


Poco después, Genet se encuentra con el cadáver de una anciana palestina: “Estaba tumbada de espaldas, depositada o dejada sobre sillares, ladrillos, barras de hierro torcidas, sin confort. Antes de nada me sorprendí por una extraña trenza de cuerda y tela que iba de una muñeca a la otra, manteniendo así los dos brazos abiertos en horizontal, crucificados. La cara negra e hinchada, levantada hacia el cielo, mostraba una boca abierta, negra de moscas, con dientes que me resultaron muy blancos, una cara que parecía, sin que un músculo se moviese, o bien hacer muecas o bien sonreír o proferir un alarido silencioso e ininterrumpido. Sus medias eran de lana negra; el vestido de flores rosas y grises, ligeramente remangado o demasiado corto, no lo sé, dejaba ver lo alto de las pantorrillas negras e hinchadas, siempre con delicados tintes semejantes al malva y al violeta de las mejillas. ¿Eran hematomas o el efecto natural de la putrefacción al sol?” Un superviviente se dirige a Genet y le pide que mire las manos de la mujer. “No me había fijado –admite el escritor-. Los dedos de las dos manos estaban desplegados en abanico y los diez estaban cortados con una cizalla de jardinero. Los soldados, riendo como niños y cantando alegremente, se habían divertido descubriendo esta cizalla y utilizándola. Las puntas de los dedos, las falanges con la uña, yacían en el polvo. El hombre joven que me mostraba, con naturalidad, sin ningún énfasis, el suplicio de los muertos, recubrió tranquilamente con una tela la cara y las manos de la mujer palestina, y con un cartón rugoso sus piernas. Yo ya no distinguía más que un montón de telas rosas y grises sobrevolado por moscas”. Después de contemplar varias pilas de cadáveres, Gente se pregunta si habrá suficientes planchas y tablas para los ataúdes. “Pero, ¿para qué ataúdes? Los muertos y muertas eran todos musulmanes que se envuelven en sudarios. ¿Cuántos metros de tela harán falta para amortajar a tantos muertos? ¿Cuántas oraciones? Lo que faltaba en este lugar, me di cuenta, era la salmodia de las oraciones”. Pocos después, aparece un hombre cabizbajo. “Soy el enterrador. Han bombardeado el cementerio. Todos los huesos de los muertos están al descubierto. Necesito ayuda para recoger los huesos”.


Un profesor libanés insiste en la responsabilidad del gobierno israelí: “Acusamos a Israel de las masacres de Chatila y Sabra. No carguemos estos crímenes sobre la espalda de sus sicarios, las milicias cristianas. Israel es culpable de haber introducido en los campos dos compañías de falangistas, de haber dado las órdenes, de haberlos animado tres días y tres noches, de haberlos pertrechado, de haberles dado de beber y de comer, de haber iluminado el campo por la noche”. Genet menciona una vez más el sufrimiento de las víctimas: “La soledad de los muertos, en los campos de Chatila, era más sensible porque tenían gestos y poses de las que no se habían preocupado. Muertos de cualquier forma. Muertos abandonados. No obstante, en el campo, a nuestro alrededor, flotaban todos los afectos, las ternuras, los amores en busca de palestinos que ya no responderán”. Un superviviente se pregunta: “ ¿Cómo comunicárselo a los parientes que se han ido con Arafat confiando en la promesa de Reagan, de Mitterrand, de Pertini, de no tocar a las poblaciones civiles de los campos? ¿Cómo decir que han dejado masacrar a los niños, a los ancianos, a las mujeres, y abandonado los cadáveres sin oraciones? ¿Cómo informarles de que se ignora dónde están enterrados?”.


Algunos se preguntan qué ganaba Israel con la masacre de Sabra y Chatila. Genet señala que los muertos son un mensaje de advertencia que incita a la desmovilización y el éxodo hacia otros países árabes. Antes de abandonar Chatila, el escritor descubre entre dos muertos “un objeto muy vivo, intacto en esa carnicería, de rosa un translúcido, que todavía podía servir: la pierna artificial, aparentemente de plástico, calzada con un zapato negro y un calcetín gris. Mirando mejor, estaba claro que la habían arrancado brutalmente de la pierna amputada, ya que las correas que habitualmente la sujetaban al muslo estaban todas rotas”. Jean Genet murió el 15 de abril de 1986 a causa de un cáncer de garganta. Se le echa de menos, particularmente en una época donde los intelectuales han desertado de sus obligaciones, adoptando una actitud de vergonzosa colaboración con el poder político y financiero.


Desde su nacimiento, el Estado de Israel ha incumplido todas las resoluciones de Naciones Unidas, especialmente la 181, que reconoce el derecho a la proclamación de un Estado Palestino Independiente, y la 242, que condena la ocupación en 1967 de Gaza, Cisjordania, Jerusalén Este y los altos del Golán. Los acuerdos de Oslo firmados en 1993 establecían que no se crearían nuevas colonias en las zonas ocupadas, pero los asentamientos han continuado, con una actitud cada vez más agresiva y desafiante. La OLP (Organización para la Liberación de Palestina) reconoció el Estado de Israel y renunció al retorno de los refugiados (711.000 en 1948; actualmente, cuatro millones). A cambio obtuvieron la posibilidad de administrar civilmente la Franja de Gaza y Cisjordania mediante una organización autónoma llamada Autoridad Nacional Palestina. Posteriormente, la división de los palestinos en dos bandos ha debilitado su capacidad negociadora. Hamás controla la Franja de Gaza y Al-Fatah Cisjordania. Después de soportar un duro cerco israelí en Ramala, Arafat murió en París en 2004 de aparente enfermedad, pero desde el principio se apuntó la posibilidad de un envenenamiento organizado y ejecutado por el servicio secreto israelí. Un tribunal francés ha considerado que la sospecha no es infundada y ha autorizado la exhumación del cadáver, que se llevará a cabo el próximo 26 de noviembre. Mientras tanto, el Estado de Israel mantiene su política de aislar las ciudades palestinas con infames muros (el de Cisjordania ha sido condenado por Naciones Unidas en una resolución no vinculante) e incontables controles, prohibiendo la exportación de sus productos agrícolas y destruyendo sus vías de comunicación con el exterior. En 2001, bombardeó hasta inutilizar las pistas del Aeropuerto Internacional Yasser Arafat, construido con dinero español. Durante la Operación Plomo Fundido (2008-2009), mató a casi 1.500 palestinos, 960 civiles y 288 menores de dieciocho años. Asimismo, borró del mapa 34 mezquitas y causó graves daños en 168. Muchos se preguntaron qué habría sucedido si Hamás hubiera destruido 34 sinagogas. Las Fuerzas Aéreas israelíes utilizaron fósforo blanco y bombas de fragmentación sobre una población donde los menores representan el 58%. Entre los objetivos destruidos, se hallaba el mercado de frutas de Gaza, donde murieron decenas de civiles y varios centenares sufrieron gravísimas heridas.


Las autoridades israelíes nunca han interrumpido su campaña de asesinatos selectivos y demoliciones de viviendas, un castigo particularmente cruel aplicado a las familias de los activistas. Las matanzas no han desparecido. En abril de 2002, el Tsahal atacó el campamento de refugiados palestinos de Jenín, alegando que su objetivo era la liquidación de presuntos terroristas. Aunque el número de víctimas aún está por determinar, pues las autoridades israelíes han impedido la presencia de investigadores en el lugar de los hechos, Human Rights Watch y Amnistía Internacional, acusaron al Estado de Israel de crímenes de guerra, responsabilizándole de homicidios ilegales, trato degradante a los detenidos, torturas y detenciones arbitrarias, uso desproporcionado de la fuerza, uso de escudos humanos, bloqueo y ataques a la asistencia médica, bloqueo en el suministro de agua y alimentos, destrucción de infraestructuras civiles y de propiedades privadas sin ningún interés militar. El Consejo de Seguridad de Naciones Unidas corroboró estas violaciones del Derecho Internacional, pero nadie fue juzgado por los hechos. 


Al margen de las acciones militares, el bloqueo impuesto a la Franja de Gaza está afectando gravemente a la salud de sus habitantes. Según el médico noruego Mads Gilbert, que lleva trabajando muchos años en la zona como voluntario, “a consecuencia del bloqueo israelí hay una anemia generalizada entre los niños y las mujeres debido a la malnutrición y la pobreza. La atrofia, según el cual un niño es más de dos desviaciones estándar más bajo de lo que debería ser, está aumentando rápidamente. En 2006, aproximadamente el 13.5% de los niños la padecían. En 2009 la padecen el 31.4% de los niños menores de dos años. Dicho de otra manera, uno de cada tres niños o niñas está menos desarrollado de lo que debería estar. Y la atrofia no solo afecta al crecimiento, también afecta al desarrollo del cerebro y a la capacidad para aprender. Es una consecuencia directa de la malnutrición. Recordemos que no la ha provocado la sequía o un desastre natural, sino un falta deliberada y creada por el hombre de comida y de agua, impuesta, planeada y ejecutada minuciosamente en cada detalle por el gobierno israelí. Incluso han calculado cuántas calorías deben permitir entrar en Gaza para evitar la inanición total y “simplemente” provocar malnutrición hasta que esta llegue bajo el radar de las violaciones de los derechos humanos. De forma similar, se han destruido las plantas para limpiar el agua y las estaciones de bombeo del alcantarillado y de las aguas residuales, y no se han reparado porque no se permite la entrada de piezas de repuesto debido al bloqueo. Las piezas de repuesto llevan dos años en la frontera sin que se permita su entrada en Gaza. También están retenidos contenedores donados por la ONU y Japón para depositar residuos sólidos. En vez de ello, 280 conductores de carros tirados por burros se encargan de recoger manualmente la basura de los 600.000 habitantes de la ciudad de Gaza que, por supuesto, debería tener un sistema moderno. Además, no hay carburante para las estaciones de bombeo de agua. Los cortes de electricidad pueden durar 18 horas al día y la falta de carburante para las estaciones de bombeo de agua significa que el 50% de la población de Gaza recibe agua solo de seis a ocho horas al día cada cuatro días. Así pues, ¿por qué Israel no deja a los palestinos tener agua limpia ni les permite limpiar las aguas residuales? ¿Por qué no les permiten recoger sus residuos sólidos? Está claro que Israel quiere hacer que la vida de la comunidad palestina sea lo más difícil posible para quebrar su resistencia, para humillarlos y conquistarlos”.


El treinta aniversario de la masacre de Sabra y Chatila pasó desapercibido. Ahora todas las miradas están pendientes de la crisis económica que amenaza con hundir en la miseria y el subdesarrollo a los países del Sur de Europa. El sufrimiento empuja a los pueblos hacia el ensimismamiento, pero no debería ser así, pues el dolor ajeno se comprende con más facilidad cuando se experimenta en las propias carnes. Nadie se escapará de la crisis. Francia es el siguiente país en la lista de damnificados y Alemania ya comienza a apreciar los efectos de la Depresión (hablar de Recesión a estas alturas sería ridículo). Sólo la solidaridad internacional puede hacer frente a este nuevo capítulo de la guerra de clases, donde una reducida oligarquía financiera intenta despojar a la mayoría de sus derechos laborales, educativos y sanitarios. Los suicidios provocados por el desempleo y los desahucios deberían ser interpretados como la consecuencia más dramática de un genocidio económico. En esta hora, todos deberíamos sentirnos palestinos, pues la pobreza y el desarraigo ya están entre nosotros. Su larga tradición de resistencia debería servirnos de inspiración. Sus dos intifadas son un ejemplo de coraje y sacrificio. Cerca de 6.000 palestinos perdieron la vida, pero su conciencia como pueblo se fortaleció y su dignidad superó las pruebas más difíciles, acentuándose con el recuerdo de la sangre inocente derramada. Tal vez la mejor forma de honrar a las víctimas de Sabra y Chatila sea arrojar una piedra contra los símbolos de la economía capitalista. Es lo que hizo el intelectual palestino Edward Said el 2 de julio de 2000. A pesar de su elogio del pacifismo, Said no pudo resistió la tentación de lanzar una piedra a los soldados israelíes en la frontera entre Israel y el Líbano. Con 64 años y la salud muy deteriorada por la leucemia, Said explicó su reacción como “un gesto simbólico de irreflexiva alegría”, que celebraba la retirada israelí. Por unos momentos, el profesor universitario, amante de la música y partidario de la no violencia, se convirtió en un activista. Tal vez recordó una de sus propias frases: “Me dirán que la política se ocupa de lo posible, no de lo deseable. No estoy de acuerdo en absoluto”. Ataviado con una gorra de visera, gafas de sol y una camisa blanca, Said sonríe en la famosa fotografía. Quizás su “alegría irreflexiva” deba interpretarse en realidad como un sentimiento de liberación. Al parecer, apuntó a un tanque. Creo que todos nos sentiríamos más libres si imitáramos de vez en cuando su gesto. Nos enfrentamos a gigantes, pero enseñarles que a veces es posible golpearles y llevar el sufrimiento a las puertas de sus hogares, les revelaría que un pueblo en lucha puede convertirse en una marea incontenible.

 
RAFAEL NARBONA

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