"Nos adentramos en la selva colombiana. El aire resulta espeso. Puede mascarse como la coca. Escuchamos escalofriantes historias de campesinos atrapados en el fuego cruzado entre: guerrilleros, paramilitares, narcotraficantes. Macabras venganzas sin fin que hasta duele contar." Nueva parada de la serie con Médicos Sin Fronteras.
Manuel Vicent
"El 21 de enero de 2010, a las seis de la mañana, desde Bogotá tomamos el avión para Tumaco, en el departamento de Nariño, al sur de Colombia, frontera con el Ecuador y el Pacífico. Al llegar caía una llovizna empapada de calor. En el aeropuerto había helicópteros artillados como los de Apocalypse Now y avionetas de fumigación de los campos de coca, aparcados fuera de los hangares, por debajo de cuyas aspas había que arrastrar las maletas para ganar la terminal. La llovizna pegajosa persistía sobre las chabolas y calles encharcadas de Tumaco, una ciudad formada por varias islas en la desembocadura del río Mira, de 170.000 habitantes, en su mayoría de raza negra. Cuando llegamos al hotel La Sultana, desde la ventana se veía parte de la ensenada con manglares sobre una escombrera de desechos y un paredón sucio donde en grandes letras rojas estaba escrita una consigna política: "¡Únete al cambio! ¡Seguridad democrática!". Un megáfono insistente pregonaba una lotería con premios de tres millones. En la pescadería de enfrente cargaban tiburones congelados.Antes de abrir la maleta nos pasaron el comunicado que en noviembre de 2009 había emitido en Pasto, capital Nariño, el grupo armado Los Rastrojos, que se presentaba como comando urbano. En ese papel se declaraba objetivo militar a todas las organizaciones que bajo el arcaico discurso subversivo de los derechos humanos sirven de apoyo a las FARC y al ELN. Se conminaba a abandonar de inmediato el lavado de cerebro en que están comprometidas estas ONG en toda la geografía de Nariño y se advertía de que este grupo no se haría responsable de lo que les pudiera pasar a sus líderes y cómplices del pasado y del presente si estaban en este territorio. Un comunicado semejante, con amenazas explícitas de muerte, había emitido otro comando paramilitar denominado Águilas Negras. Estos grupos civiles armados, que hace unos años se dijo que habían sido desmovilizados, están renaciendo en Colombia y, al parecer, cuentan con 10.000 efectivos dispuestos a actuar de nuevo.
La supervivencia se establecía en las calles de Tumaco en medio de los gritos de buhoneros, colas, mercadillos, el estruendo de las motocicletas, los carritos cargados de fruta tropical que se arrastraban entre la gente tumbada en las aceras bajo un sol escalfado. Pasaban camiones con soldados en uniformes de camuflaje. También se nos hizo saber que la ciudad está llena de milicianos de las FARC cuya presencia se presiente pero no se nota. Sucedía lo mismo con la violencia que se respiraba como un elemento más del aire. De todas partes, sin saber exactamente de dónde, salían descargas de música de vallenato con muchas palabras suavonas de amor que están muy pegadas a los celos y al crimen.
En las afueras de Tumaco, cuando termina el suburbio, en un territorio pantanoso ganado a los manglares, se levanta un conglomerado de palafitos que mantienen en pie unos barracones de madera en estado de extrema ruina sobre una cloaca de aguas negras donde malviven 540 campesinos desplazados por la guerrilla o los paramilitares. Un aserradero vecino les proporciona la dádiva de unas cargas de serrín con las que empapan la charca para formar caminos transitables que apenas logran impedir que se hundan los pies en el fango. Cuando crece el mar en los días de temporal, todo este espacio se inunda y se convierte en un lago podrido y pasan semanas antes de que se retiren las aguas. En este campamento semiacuático establece esta gente desplazada su vida de miseria bajo el nombre de Familias en Acción. Médicos Sin Fronteras llega hasta allí. Y también hay carteles de UNHNUR, de ACNUR y de Solidaridad Internacional.
En un barracón que sirve de escuela bajo la advocación de santo Tomás de Aquino, unos niños dibujan y aprenden a leer; en otro barracón se reúne la Junta de Acción Comunal, formada en su mayoría por mujeres de raza negra, a las órdenes de un joven llamado Hader, que luce zapatos blancos impolutos, camisa blanca y collar con crucifijo. Las mujeres se quejan de la lentitud desesperante con que les llegan las ayudas del Gobierno, apenas unos miles de pesos cada tres meses que raramente cumplen el plazo. Y luego nada, sólo el olvido. Cada habitante de este lugar lleva mucha muerte detrás. Las mujeres cuentan historias de matanzas y masacres que han sucedido en sus veredas. Todas tienen un marido, un hijo asesinado por la guerrilla o los paramilitares. Son campesinos que han huido de la violencia sin nada en las manos. En la reunión comunal hablan de sus cosas. Aquí no hay tiros, sólo palabras que a veces suelen ser violentas, a veces desesperadas. Cuando hay elecciones, llega un político con promesas a cambio de su voto y luego nada. Ninguno de estos campesinos quiere volver a su lugar de origen.
"Yo tenía un chocolatal en Cali", dice Flora Esmila, una mujer de 72 años, "que me daba cuatro cosechas. Tenía plantados plátanos y naranjas. Vivía tranquila, pero un día me dijeron que en Chaguí de Cuaransangá, una vereda de Nariño, habían matado a mi hija. Cuando llegué ya estaba enterrada. Fue por celos de un meleador que la requería para que se acostara con él y al negarse mi hija la denunció a los del monte como confidente de los militares y un día bajaron los del monte para matarla dejándola con cuatro niños. El marido está vivo, pero no hizo nada por miedo. Los del monte me dijeron: ándate, échate a trotar, y me vine huida para Tumaco. Ahora cuido acá a mis cuatro nietas sin una ayudica, sin una platica de nada. El otro día, esta cama donde duermo con mis cuatro nietas se llenó de agua con la lluvia. No tengo a un hombre que me ponga una madera".
Antonio Domingo tiene 30 años, nació en Buenaventura, vivió en la vereda de Boca de Satinga y hace dos años que está aquí con su mujer y dos hijos.
"Se llevaron a un compañero que era motosierrista, lo mataron y a los dos días apareció flotando en el río. Así mataron a otros también. Llegaron los Águilas Negras y se llevaron a otros y durante varios días el río fue bajando muertos. Mandaron desalojar a todo el barrio de San José Laturbe con 300 familias y se hicieron fuertes allí. Me vine a Familias en Acción de Tumaco con mi mujer y mis dos hijos. Nosotros cultivábamos banano, yuca, papachina, mango, naranjas y cacao en un terreno de mi propiedad. Tuvimos que dejarlo todo. Alrededor había campos de coca, pero nosotros no cultivábamos coca porque somos cristianos adventistas del séptimo día y la palabra de Dios dice que debemos darle el uso debido a lo que Él ha creado y que no debemos cultivar cosas ilícitas".
En las charcas negras de este poblado había juguetes ahogados, un triciclo, un caballo de cartón, una muñeca sin brazos, a medio pudrir, y en las maderas de los barracones se podían ver algunos dibujos de corazones flechados con nombres de adolescentes enamorados.
Remontando
la selva por el río
Al día siguiente, dejando Tumaco atrás, nos embarcamos en una lancha para remontar el río Mira, que baja sus aguas desde el Ecuador en plena selva. En un jeep con bandera de Médicos Sin Fronteras recorrimos primero 50 kilómetros de la carretera que lleva a Pasto, donde el ejército y la policía tenían montados varios puestos de control con garitas de sacos terreros. A un lado y a otro del trayecto, la maleza ha sido tronchada para plantar las siniestras palmeras africanas que después de arruinar la tierra sólo dan una piñas de aceite de carburante, materia barata para ricos, según los campesinos del lugar. Antes de llegar al poblado de Llorente hubo que dejar la carretera y rodar por una pista quebrada de diez kilómetros adentro de la selva para alcanzar una playa de cantos rodados que forma el remanso del río. En ese camino duro y deshabitado hay un cementerio alegrado con flores y coronas sumido en una soledad tan alejada de la vida que uno podía imaginar que el día del Juicio Final desde aquí no se oirán las trompetas de la resurrección de la carne, aparte de que algunos de los muertos que allí yacen se hallan sumamente baleados por algunos de los bandos de este conflicto colombiano. En la playa había un chiringuito y embarcaban algunas piraguas con gente del lugar. Todo daba a entender que en este territorio el ejército ya no mandaba.
Río arriba en una lancha pilotada por un joven sin palabras, de rostro muy afilado, que sin duda estaba en el secreto de nuestro viaje. Contra la corriente mansa o arriscada por unos bajos, la selva cada vez más hermética se iba adentrando en un silencio precolombino y, como supimos después, estaba llena de ojos que nos vigilaban. En las altas riberas se veían acostados algunos cultivos de coca. Al contrario de lo que sucede en la novela El corazón de las tinieblas, de Conrad, donde existe un personaje llamado Kurtz, señor de la soledad que todo lo gobierna, del que todos hablan y nadie ha visto, en este caso, al llegar a la vereda de Azúcar, después de una hora larga de navegación, en lo alto de la ribera apareció una casa de buena fábrica y desde la orilla del río, antes de desembarcar, pudimos divisar a un hombre sentado en la terraza que, sin duda, nos estaba esperando, puesto que nos saludó con los brazos.
Calzado con botas pantaneras y metidas en ellas las perneras del chándal, este hombre era el propio Dagoberto Cañón, un señor de media edad, entrado en carnes, que al parecer es el que dispone de todo en Azúcar, una vereda de 105 habitantes. Nos recibió con gran cordialidad en su terraza, como un padre padrone, rodeado de niños, y un asistente que atendía por Chepe, muy solícito, y después de los saludos formales nos ofreció un café tinto y empezó a hablar.
"El Gobierno sólo llega hasta aquí a estropear a la gente. De pronto se presenta un avión fantasma, un avión negro, y comienza a bombardear la selva, y cada dos meses el Estado realiza un operativo con diez helicópteros que asustan a los niños, y detrás de los helicópteros llegan las avionetas y comienzan a fumigarlo todo. Con el motivo de la coca, destruyen nuestros alimentos de pan coger, la yuca, el plátano, la caña. Después de la fumigación ya no se puede cultivar nada. Nosotros siempre hemos sido productores de coca. No pudimos controlar el mercado, pero gracias a la coca tenemos una casita, vemos la televisión y nuestra comida está fría en la nevera. La coca es un arraigo entre nosotros. Culturalmente no se va a acabar porque el campesino es caprichoso. El hambre no admite socio. Pero a veces llega el ejército y produce violaciones, robos, y se nos lleva hasta los zapatos. La guerrilla contraataca porque con el Gobierno no se puede hablar más que con un arma en la mano. De modo que la violencia no acabará nunca".
El año pasado, el río Mira tuvo una crecida de ocho metros y arrasó con todo por estos parajes, se llevó por delante el centro de salud, la escuela, la cantina, todo, porque la naturaleza tampoco le va a la zaga de los hombres a la hora de ponerse brava. La crecida duró un mes, la vida estuvo paralizada, por eso los escolares de Azúcar celebran ahora con retraso la fiesta de fin de curso con entrega de insignias. En la escuela, los niños lucen birretes y uniformes como alumnos de Oxford, y esta ceremonia en plena selva rodeada por el cacareo de las gallinas tiene una profundidad surrealista.
Dagoberto Cañón nos presenta a Arturo Pay, un indígena awa, de 49 años, que sin levantar la mirada del suelo habla de sus desgracias, de su maíz, de su yuca, de sus plátanos arruinados por el veneno que sueltan las avionetas. Otro campesino llamado Jesús explica el cultivo de la coca, que dura siete meses, y de la forma de convertirla en pasta que puede estropearse con una gota de sudor. Los intermediarios la pagaban a dólar el gramo. Después cuenta doña Flor que llegó de profesora a la vereda de Azúcar y perdió a su marido, Segundo Vargas, hace nueve años en la playa donde nos embarcamos. Lo habían involucrado, pero no había hecho nada. Lo desaparecieron. "Llegan los paracos y si no tienes callos en las manos ya eres guerrillero, lo disfrazan a uno y le dan plomo, así fue con mi marido. Doña Flor dejó de ser profesora para vivir de la coquita con sus siete hijos, pero ahora con la fumigación malvive vendiendo fritanguitas que prepara en casa. Los helicópteros se fueron con todo".
"A veces llega la guerrilla", dice Dagoberto, "pero de ella no sufrimos violencia; si se llevan unas gallinas, las pagan; están con nosotros, viven con nosotros, se les sirve un café y se van, por aquí anda la columna de Daniel Aldaba, en caso de problemas se acude a ellos, que están en el monte, cada cuatro meses viene un cura de Llorente a decirnos misa, por aquí viven cuarenta comunidades, en total unas dos mil familias, seis personas distribuidas a lo largo del río hasta el Ecuador, que está a diez minutos por Tobar Donoso. Tenemos un gobierno interno con normas para convivir. No se sirve alcohol a los menores, se cumple un horario de comercio y para caso de disputa o de pelea con puños hay un comité de conciliación, y si no hay avenencia se castiga al culpable a realizar 500 viajes por esta cuesta cargado con costales de diez paladas de arena y mientras sube y baja le da tiempo a meditar. Aquí tenemos una organización de vigilancia. Sabemos quiénes son todos. Ustedes desde mitad de camino ya estaban vigilados. Les han dado permiso. Sólo queremos un acuerdo humanitario, que liberen a los que están en las montañas y tener un trabajo digno".
En el resguardo
de los indígenas awas
Por la carretera que lleva a Pasto, por la que baja la mayor parte de la droga que se embarca en Tumaco, llegamos hasta El Diviso, resguardo de los indígenas awas, después de viajar ciento y pico kilómetros, bajo un intenso aguacero, entre controles de policía y del ejército, atravesando los pueblos de Juan Benigno, Espriella, Cantrapi, Llorente, Pinde y Guayacana, con sus respectivas cantinas y cementerios y gente que te ve pasar. Los indígenas han huido de la guerrilla y de los paramilitares, y muchos se han concentrado en el resguardo del Gran Sábalo, cerca de Prado Verde, y a esta vereda de El Diviso han acudido después de días de camino, tronchando la selva con machete, otros indígenas de los resguardos de La Brava, el Gran Rosario, Pingullo, Sardinero y Hojal la Turbia, un territorio con 37.000 habitantes que pertenecía a la etnia awas mucho antes de que llegara Colón con sus frailes y adelantados.
El 26 de agosto sucedió una masacre. No se sabe quién fue, si la guerrilla o los paramilitares, o una banda que ganaba plata con el doble servicio, legales o ilegales, pero hubo doce muertos, entre ellos un niño de seis meses que quedó con dos tiros en la cabeza. Quedó con los ojos abiertos mirando uno a cada lado como queriendo saber quién era el asesino. A una mujer embarazada la partieron en dos con una motosierra, le sacaron el feto y lo botaron. A doña Tulia, el ejército le mató al marido, don Gonzalo, que iba con ella, no era guerrillero, pero le dieron por muerto en combate. A Yurami, apenas una adolescente, con dos hijos, le mataron a sus cuatro hermanos. A Sandra Viviana, de 21 años, le mataron al marido y la dejaron con dos hijos. Si les preguntas quiénes fueron, guardan silencio y se ponen a temblar cada una con su criatura en brazos.
En esta comunidad de El Diviso viven 400 desplazados, duermen hacinados con enfermedades compartidas en el pabellón de la escuela con sus hijos y enseres, y esperan que el Gobierno se acuerde de ellos. En sus tierras de Telembí, en la Brava de Tortuaña y en Ñambí tenían plátanos, yuca y animales. Esta comunidad de desplazados la dirige Gabriel Bibicus, un awa muy afable, presidente de la UNIPA, que recibe al equipo de Médicos Sin Fronteras al son de la marimba con el que bailan los espíritus de la naturaleza. Son gentes sencillas, de mucha alma, que entre la guerrilla y los paramilitares han llenado de pánico. Si les hablas de venganza, responden: no podemos ser enemigos de nadie, sólo queremos vivir tranquilos en nuestra tierra. En medio de la selva, un campesino awa puede encontrarse con un grupo armado. Ante cualquiera de sus preguntas se siente perdido. ¿Has visto por aquí a los guerrilleros? ¿Has visto por aquí a los paracos? Tampoco le sirve el silencio. De ambas partes recibirán la misma descarga de plomo. Su territorio lo necesitan la guerrilla, los colonos, los petroleros, los paramilitares, los capos de la droga. Pero ellos defienden el espíritu de sus mayores y luchan por no desaparecer.
En el barrio ciudad
Bolívar de Bogotá
Una noche en casa de la escritora Laura Restrepo, ante una sopa de ajiaco, el sociólogo Alfredo Molano, sin duda la máxima autoridad a la hora de discernir la raíz de la violencia en Colombia, puesto que, aparte de su indudable talento literario, se ha pateado a pie y a caballo hasta el último rincón de su país, habla del conflicto y al oírlo uno llega a la conclusión de que en este viaje de siete días el corazón de las tinieblas sólo está capacitado para expresar lo que ha visto y oído sin poder llegar al fondo de un problema tan complicado, mediante análisis perentorio de un recién llegado. Alfredo Molano ha arriesgado su pellejo y ha escrito libros imprescindibles que le han supuesto el exilio y la amenaza de muerte por los dos bandos. León Valencia, un ex guerrillero del EFN, fundador de Justicia y Paz, dirigente del movimiento Arco Iris, hijo del Mayo francés, de la teología de la liberación y del socialismo de Allende, se fue un día a las montañas, cuando tenía 16 años, porque en Medellín comenzaron a matar líderes cristianos que estaban de parte de los pobres. Los curas empujaban a aquellos muchachos a la rebelión. En el monte los esquilmaron a tiros. Entre sus compañeros de ELN hubo 72 muertos. Abandonó el monte en 1994. Hoy trabaja por la reconciliación nacional, pero recibe amenazas todos los días por Internet, por carta, por teléfono y por mensajes por debajo de la puerta de su despacho.
El barrio Ciudad Bolívar lo ocupan varias montañas en el extrarradio de Bogotá. En medio de una extrema situación de subsistencia, traspasada por el miedo, la violencia y las amenazas, viven allí centenares de familias de desplazados que han llegado huyendo desde cualquier esquina del país. Alba Marina, de 40 años, es una líder del barrio. Lleva una Virgen Milagrosa estampada en la camiseta. Llegó aquí en 2001 desde Putumayo porque un día llegaron los de la guerrilla y, según dice, se llevaron a un hermano y al marido y los mataron, luego los dejaron botados en la plaza con dos niños de meses bajo el aguacero como si fueran marranos. "Allí en nuestra tierra teníamos una vaca, ayudábamos al cura y sembrábamos coca. Yo era coquera, ¿por qué lo voy a negar? Gracias a eso pagaba las vacunas". Hoy en Ciudad Bolívar recibe amenazas de los paramilitares porque, con 2.500 desplazados, bajó a Bogotá y tomó el parque Tercer Milenio en señal de protesta por el abandono en que los tiene el Gobierno.
El hijo de la señora Orfilia García traía bestias para la guerrilla allá en Tulima. Ella dice: "Allí si a un guerrillero se le antoja acostarse contigo y te niegas, matan a tu marido por escarmiento. Yo me acosté con uno para salvar a mi hijo. Y si lo tienes como amante, tienes que quedarte o darles un hijo para la guerra, de lo contrario tienes que irte. A veces te obligan a acostarte con toda la cuadrilla". A una mujer que se negó le mataron al marido con 14 tiros y lo tiraron al abismo de la quebrada. La señora Juzlary, de Río Blanco, no se negó a acostarse con un guerrillero. "Si mi marido supiera lo que tuve que hacer para que siguiera vivo... Un día comenzó a sospechar y me dijo: 'Ya sé por dónde va el agua', pero se ve que lo dio por bueno que me acostara con otro hombre con tal de vivir".
En el barrio de Soacha viven algunas madres de los llamados falsos positivos. A los soldados del Ejército se les ofreció un premio en metálico por cada guerrillero que mataban. Sucedió que una cuadrilla de militares comenzó a arramblar jóvenes drogadictos, mendigos, enfermos y elementos llamados desechables extraídos de los bajos fondos, los raptaban, los metían en un camión, los vestían de guerrilleros, los mataban, pasaban al cobro y luego los enterraban en una fosa común en Ocaña. Las madres de estos falsos positivos se han unido para rescatar la dignidad de sus hijos. Cuentan entre lágrimas historias patéticas que encogen el corazón. Adolescentes sacados de la cama con una promesa de trabajo, un disminuido mental raptado en plena calle, otros buscados entre los tugurios de lata y cartón. Dice Maria Julilerma: "Mi hijo Jaine Esteven, de 16 años, trabajaba en una buseta. Se fue a las once, no apareció a las seis de la tarde ni a las nueve. Un día me llamó desde Ocaña. Estoy bien, mamá. Lo mataron. ¿Dónde estará enterrado mi pobre chivito?". Estas madres reciben cada día amenazas de los paramilitares. Los Águilas Negras les mandan avisos escritos con letras mayúsculas: "A veces es mejor el silencio en caso de una desaparición, algo que ustedes no han podido entender de una buena vez por todas, tú eres la siguiente víctima, es mejor que calles todo lo que se ha dicho, tú ya sabes que estamos cerca de ti, así tú no entiendas y quieras jugar con nosotros. No es una amenaza, sino una advertencia. El pajarito vuelve al nido solo".
Al final del viaje, uno devuelve el chaleco de Médicos Sin Fronteras, se quita las botas de agua que han pisado pantanos malolientes, calles llenas de miseria, chabolas de lata, veredas perdidas en la selva, y sólo recuerda el heroísmo, el abandono, el dolor, el miedo y la resistencia de unos seres desplazados, que sufren el destierro en su propio país, pero que no han dejado de luchar hasta la extenuación por la propia dignidad contra un destino aciago."
Testigo del horror. Éste es el séptimo reportaje de la serie con la que 'El País Semanal' y Médicos Sin Fronteras se acercan a los conflictos olvidados. Precedieron a Manuel Vicent Mario Vargas Llosa, Sergio Ramírez, Laura Restrepo, Juan José Millás, John Carlin y Laura Esquivel.
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