viernes, 25 de septiembre de 2009

La campaña del odio (I)


Por: Juan Gabriel Vásquez
FUE UN ESPECTÁCULO FASCINANte.
Mi viaje por tres ciudades de Estados Unidos coincidió con el punto más álgido de esta ola de Obamafobia —esta ola que, como tantas cosas en la política de ese país desmesurado, va mucho más allá de la política—, y lo que vi fue preocupante y vergonzoso, sí: pero fascinante. La reforma del sistema sanitario que Obama pretende sacar adelante ha servido de catalizador o aglutinador, pero sólo los más inocentes piensan que los manifestantes de la semana pasada en Nueva York y Washington, esos miles de inconformes que llegaron con imágenes y leyendas inverosímiles, están hablando realmente del sistema sanitario. Y no, no es así: lo que se puso en escena en Estados Unidos fue el diagnóstico, que para algunos no tuvo nada de sorprendente, de lo que Rush Limbaugh, el vocero mediático de la extrema derecha más hostil y peligrosa, ha llamado “las dos Américas”. Limbaugh, un maniqueo con carné, se refiere a la división eterna entre los Estados Unidos republicanos (creyentes, conservadores, decentes) y los demócratas (inmorales, ateos, liberales). Pero lo que se vio en esas manifestaciones fue incluso más allá: una especie de monstruo que llevaba dormido mucho tiempo y que ahora decidió despertar y salir a la superficie.
El mejor resumen del asunto está en las pancartas que llevaron los manifestantes, fotos o caricaturas en las que Obama tiene el bigote de Hitler, el turbante y la barba de Osama bin Laden o la vestimenta y los adornos de un africano primitivo, camisetas que piden la elección de Sarah Palin en 2012 o leyendas donde Obama es Satán: si las dos Américas existen, ésta ha transformado a Obama en un símbolo de sus miedos más irracionales, un malo de caricatura, una especie de Lex Luthor negro (y la raza, a pesar de lo que digan los voceros, está en el corazón del tema). Obama como Satán, sí, pero en otras pancartas era Obama como Anticristo, y en otras, Obama como Che Guevara: muchos de estos manifestantes pertenecen a la generación post-McCarthy para la cual no hay ningún mal en el mundo que no venga del socialismo. Una pancarta es la síntesis perfecta de dos épocas, cada una con su diablo particular: “Hay que impugnar al musulmán marxista”.
Son los Estados Unidos de la paranoia ultranacionalista, del fanatismo religioso, de la más pura irracionalidad, y Obama ha tratado de enfrentarlos con las mismas armas que esgrimió durante la campaña, cuando prometió que con él regresarían la razón y la urbanidad a Washington. Pero después de ocho años de George W. Bush, la urbanidad y la razón quedaron convertidas en lo que tal vez han sido siempre para todo un sector del electorado estadounidense: valores elitistas, cosas de universidades para ricos, ética de Ivy League. Es una verdadera paradoja: aquel Bush —hijo de una de las familias más adineradas del país, prácticamente dueño de todo un estado por su apellido y empresario egresado de Yale— era visto por su gente como un tipo campechano, “uno de nosotros”; Obama, nacido en la intemperie política de un padre keniata y una madre que no hubiera sobrevivido sin ayudas del gobierno, líder comunitario y abogado de derechos civiles, es percibido como un elitista detestable. La campaña de odio, en ese sentido, ha rendido sus frutos. Y esto no ha hecho más que empezar.

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