miércoles, 24 de junio de 2009

La esfinge


Por Antonio Caballero

No es un turista vestido de turista en el Egipto de los faraones, aunque pueda parecerlo: esas gafas de sol, esos pantalones de dril. Es el presidente de los Estados Unidos, o sea, como quien dice, el faraón reinante. El que está detrás es otro, Kefrén, tal vez, o su padre Keops, el de la Gran Pirámide, y va, él sí, vestido de faraón de Egipto. O sea, de esfinge. La imagen del poder. ¿Qué dicen? El uno lleva ahí cuarenta y cinco siglos tendido en el desierto con la boca cerrada. El otro estuvo de visita hace ocho días, y echó un largo y elocuente discurso. Pero no es fácil saber qué dijo de verdad: la esfinge, cuando habla, habla en adivinanzas. El discurso que Barack Obama pronunció en la Universidad de El Cairo fue largo, digo (en términos de Obama: casi una hora), y elocuente (los suyos siempre lo son), y si se toma al pie de la letra (cosa muy peligrosa con las adivinanzas), esperanzador. Había ido allá, dijo, a anunciar “un nuevo comienzo”. Con la vastísima ambición de iniciar la reconciliación entre el mundo del islam y Occidente al cabo de mil trescientos años de confrontación religiosa, cultural y guerrera casi ininterrumpida.

Hasta hace unos pocos meses, el presidente George W. Bush se empeñaba en continuar, hasta la victoria, esa guerra milenaria. Barack Obama dice que quiere intentar la paz. Dicho por otro presidente de los Estados Unidos, o por cualquier otro dirigente de Occidente que quepa imaginar, el propio Bush o el mismísimo emperador Carlomagno, la propuesta sonaría hueca y falsa. En los labios de Obama suena bien. Dentro de los límites de la sana cautela, claro: lo que dice Obama siempre suena muy bien, porque el hombre habla muy bien. Y después va y resulta que lo que hace no se ajusta demasiado a lo que ha dicho: recuerden lo de Guantánamo y los jueces militares y los huecos negros de las cárceles secretas de la cia. Casi siempre las adivinanzas de la esfinge tienen trampa. Por eso no importa tanto qué es lo que dice Obama, cuanto el cómo dice lo que dice. No hay que fijarse solo en sus palabras, sino también en sus silencios. Y en el discurso de El Cairo, el cómo fue bastante impresionante. Un cómo hecho de tres cosas: el tono, el vocabulario y el acento. El tono. Para volver a la comparación con Bush: un tono en las antípodas de la arrogancia y el desprecio; un tono de respeto igualitario, hacia los árabes a quienes se dirigía en lo inmediato, y hacia el más amplio ámbito del mundo islámico en su conjunto. Un respeto cultural y político, que incluía referencias a la religión y al álgebra, sin olvidar la poesía. E

l vocabulario. En una hora de ejercicio retórico desplegado para una audiencia musulmana, ni una sola vez mencionó Obama la palabra “terrorismo”: elocuente omisión. Y en cambio no eludió otras tan cargadas de peso histórico como “colonialismo”, inesperada y tan inimaginable en boca de un presidente norteamericano como lo hubiera sido en la de un antiguo faraón egipcio. Se refirió por su nombre propio a un país hasta ahora inexistente para la democracia de su país: Palestina. Y al respecto usó dos términos prohibidos y proscritos: “ocupación” (por parte de Israel) e “intolerable”. Y el acento. Al citar una sura del Corán —del “Holy Quran”, el Sagrado Corán— no le dio al nombre del libro su pronunciación inglesa, sino que lo acentuó como lo harían sus oyentes árabes. Y así pronunció también las palabras árabes de salutación “assalam ayakum”, sin aspavientos demagógicos, con la seguridad tranquila de alguien que sabe lo que significa lo que está diciendo. Piensen ustedes, por ejemplo, en Bush, para seguir con Bush, diciendo, por ejemplo, en México: “Saludos, amigos”. Habló muy bien Obama en El Cairo. Pero la esfinge habla en adivinanzas. Nunca se sabe bien lo que quiere decir. Y la tradición asegura que el que no lo adivina, muere.


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